
Don Evaristo me lanzó el borrador a la cabeza. Gracias a mis reflejos puede esquivarlo. Sin duda consiguió lo que quería, captar mi atención.
Sentado en mi pupitre de madera, de aquellos que se levanta la tapa para guardar el material, aprovecho la más mínima oportunidad para abstraerme y contemplar el movimiento de las ramas del jardín, el revoloteo de las moscas…, el balanceo de la falda de Ana al pasar por el pasillo… Don Evaristo se dio cuenta de ello. Me había pillado.
—¡Sal a la pizarra!
No había opción. Aquella orden no es discutible. Las cabezas de los otros cuarenta y cinco compañeros de clase, giraron a la vez hacía mi. Sabíamos lo que venía a continuación. No nos defraudó. Don Evaristo tiene unos duros nudillos que, al impactar contra el craneo, garantizan un chichón latente durante varias días.
En el fondo todos sabemos que don Evaristo es así y lo que hace, es por nuestro bien, o eso nos repite hasta la saciedad.
De pie junto al encerado, y sobando mi cabeza para intentar apaciguar la quemazón, don Evaristo vuelve a sorprendernos. Pretende que nos pongamos en fila y que yo vaya delante, guiando la marcha, para que así no tenga más tentaciones que las que nos ofrecen los peldaños de la escalera.
Salimos al descampado que está detrás del colegio. Una vez allí nos hace formar en circulo y, aparentemente al azar, enumerándonos del 1 al 15, nos hace formar grupos de tres.
De la gran bolsa de plástico que porta saca el material que necesitaremos: Medio tomate maduro, un pedazo de tela y una bolsa de plástico, para cada grupo. Nuestro objetivo es cazar un lagarto, “¡vivo!, y sin que sufra”, ordena con su potente voz.
En menos de treinta minutos, todos los equipos habíamos cumplido el objetivo.
La vuelta a clase la hacemos entre cánticos, risas, preguntas sobre qué haremos con el animal… La intriga, la ilusión, la magia se contagia y se palpa entre todos nosotros. No hay respuestas, más que un “Ya lo verán. Mantengan la calma”
Vamos directos al laboratorio. Las mesas alargadas están preparadas con todo lo necesario: tablilla, alfileres, cloroformo, bisturí, pinzas y el microscopio. Toca clase de biología.
El latir del corazón, el análisis de la piel al ojo del aparato, los distintos órganos…
Las bocas abiertas. Los ojos se nos salen de las órbitas. La saliva pende de las comisuras de los labios. Este hombre, este maestro, es capaz de poseer las almas de todos nosotros solo con levantar la mano, o los nudillos.
Aquella clase me hizo descubrir que no quería ser cirujano, ni biólogo…, pero sí la recuerdo como la historia de un hombre que daba lo que fuera para que sus alumnos descubriéramos y experimentáramos, por nosotros mismos, los contenidos de un libro que no nos decía nada, pero que con aquella experiencia aprendimos a entender.
Quizás don Evaristo, con esas actividades, aportó su granito de arena y, ahora yo, también soy maestro.
Gracias por leerme.
PD. El lagarto de mi grupo despertó en la siguiente hora. A doña María Luisa (profe de lengua) no le hizo ninguna gracia. A nosotros mucha. Recibió cristiana sepultura en el jardín del cole durante el recreo el comedor. DEP.
Don Eva era todo un personaje, listo como el hambre, y gran, pero gran maestro. En aquellos tiempos esas prácticas de laboratorio no eran nada comunes, sabiendo que, como tu maestro, había muchos que se echaban pa’lante.
Nosotros, en algún momento, también la hicimos, sobre todo con ranitas, no la Gustavo, que era del Barrio de Sésamo, eran otras, pilladas en otros tantos estanques al azar.
Hay un párrafo con el que siempre he peleado, «lo hago por tu bien», miles de cosas, no menos atroces, se han hecho usando la frasesita. Pero bueno, don Eva no la inventó, ni tú, ni nosotros, nos viene, como el pecado original, impuesta desde el nacimiento.
Un achuchón, viejo roedó.