
El hogar de una persona, y más si es un niño, debe ser un sitio en el que nos sentamos seguros.
Iván tiene nueve años recién cumplidos. Como muchos de los niños de su clase ahora, tras un complicado divorcio de sus padres, tiene dos casas.
—La casa de mi madre es más pequeña —intervino—. En ella vivo con mi hermana, mi madre y, a veces, un amigo de ella que viene a pasar el rato.
En clase estaban trabajando los distintos conceptos y formatos de familia. El grupo iba alzando sus manos y exponiendo libremente con quién vivían, intentando identificar el tipo de hogar y de núcleo familiar que tenían (monoparental o monomarental, nuclear, extendida…).
—En cambió, en casa de mi padre, —continuó diciendo— vivimos mucha más gente.
—¿Cuántas personas?
—Depende del día. Cuando yo y mi hermana vamos, además de mi padre y su novia, está mi abuelo, mi tía, la que sufre de alucinaciones, y todas las personas que viven con él.
—¿Cómo que las personas que viven con él?
—Sí, mi padre, tiene una casa muy grande y deja que unos amigos suyos se queden allí a dormir.
—¿Caben todos? ¿Cada uno tiene una habitación?
—No. Muchas veces compartimos. El problema es que, como mi padre es chatarrero, las habitaciones están llenas de cosas que él vende y entonces tenemos que ir haciendo sitio. Anoche no podíamos utilizar mi cuarto. Se lo quedó un grupo que iban a «pasarlo bien».
—¿Dónde dormiste?
—Con mi hermana en el sofá del salón.
(…)
El hogar de Iván, como el de todos nosotros, debe ser un santuario. Un refugio seguro al que todos tenemos derecho, pero del que no todos disfrutamos. Puede que te parezca mentira, puede que mi imaginación esté haciendo de las suyas, pero también puede, que Iván exista y que su hogar no sea lo suficientemente seguro para él y su hermana. Mientras nosotros nos preocupamos de… Completa tú la frase.
Gracias por leerme.