«El valor de una caricia»

«El valor de una caricia»

En un mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos, había una mujer llamada Sofía que conocía el valor de las caricias. Sofía era una persona de alma libre y corazón generoso que sabía que las caricias tenían el poder de sanar, conectar y despertar sensaciones inexploradas.

Sofía pasaba su vida abrazando y escuchando a otros con ternura. Para ella, las caricias eran un lenguaje universal que trascendía las barreras de la palabra hablada y comunicaba emociones profundas.

Un día, mientras caminaba por un parque, Sofía notó a un hombre solitario sentado en un banco. Su semblante triste y sus ojos apagados revelan una historia de pesar y soledad. Sofía se acercó sin titubear, dejando que su intuición guiara sus acciones.

Con delicadeza, Sofía posó suavemente su mano sobre el hombro del hombre. Sin pronunciar una palabra, transmitió una conexión silenciosa, un mensaje de apoyo y compasión. El hombre, sorprendido por el gesto inesperado, levantó la mirada y encontró los ojos cálidos y comprensivos de Sofía.

Las caricias de Sofía, llenas de empatía y calidez, despertaron en el hombre una chispa de esperanza. Sintió que había alguien que se preocupaba por él, alguien dispuesto a escuchar sin juzgar, a ofrecer consuelo sin pedir nada a cambio. En ese instante, las heridas emocionales del hombre comenzaron a sanar, y el peso de su soledad se aligeró.

Con suavidad aquel hombre se levantó. Se acercó a Sofía y con suavidad acarició las mejillas de la mujer. El cuerpo de ambos palpitó. 

La mujer, asombrada por recibir de su propia medicina, descubrió que cada caricia era un abrazo sin palabras, un bálsamo para el alma y una invitación a la intimidad emocional, que ella también necesitaba. Las caricias eran el vínculo que unía corazones y creaba lazos indestructibles entre las personas.

Sofía comprendió que no solo era importante, escuchar a las personas, dar caricias, sino también recibirlas y que alguien la escuchara y ayudara a ella. 

La pareja pasaba tiempo así, sintiendo que, a través de aquellos suaves toques, podían transmitirse amor, comprensión y aceptación. 

Las caricias se convirtieron en un recordatorio de que no estaban solos en este vasto mundo, de que el otro estaba dispuesto a estar presente y compartir un momento de conexión profunda, para siempre. Con ellas encontraban la paz y el sosiego para continuar luchando en este mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos.

Gracias por leerme.

«Piensa en mí»

«Piensa en mí»

El día amanece normal. Su despertador conecta la música y suena la increíble y desgarrada voz de Luz Casal “Si tienes un hondo penar / piensa en mí; / si tienes ganas de llorar / Piensa en mí…” Inevitablemente su primer pensamiento, incluso antes de salir de cama, es viajar hasta ella. No era por culpa de la canción, eso fue pura coincidencia, estas ensoñaciones también son algo normal. Sin saber muy bien cómo, o el motivo, desde hace tiempo, desde hace bastante tiempo, ese es un sentimiento cotidiano. 

Según llega al trabajo la rutina laboral lo embarga. Su mente se transforma en una máquina eficaz de elevar informes, cuadrar balances, establecer relaciones, enlazar valoraciones y establecer coordinaciones. Toda su mente está preparada para dar lo mejor de sí, en su ámbito laboral. Hasta que ella vuelve a su mente, otra vez en forma de canción “Ya ves que venero / tu imagen divina, / tu párvula boca / que siendo tan niña, / me enseñó a besar…”

Es en ese momento cuando se descoloca. Necesita coger aire y volver a concentrarse. Se da cuenta de que acaba de llegar el momento de ir a la cafetería de la esquina, sentarse en la terraza y esperar a que le traigan su desayuno, que ya no necesita pedir, pues la camarera conoce sus gustos. 

Nada más hacerlo algo vuelve a activar sus sentidos. “…Piensa en mí / cuando sufras, / cuando llores / también piensa en mí…”. De forma inesperada la voz de Luz vuelve a sonar y con ella el perfume que más le gusta. Ella vuelve a aparecer. 

–¿Puedo sentarme? 

–Sabes que sí. 

–¿Cómo sabías que iba a venir?

–Llevo toda la mañana presintiéndote. Te estaba esperando. Porque cada vez que intentamos alejarnos, nos unimos más.

Y así fue, como aquella tarde terminó tal y como comenzó la mañana, pensando el uno en el otro, deseando retomar la letra de su canción: “…cuando quieras / quitarme la vida, / no la quiero para nada, / para nada me sirve sin ti.”

Gracias por leerme.

«Solo quería dibujar un beso»

Parece que no es mentira. Hoy están juntos, muy juntos. Se miran. Lo hacen de cerca, muy cerca; pero no hay distancia que no se pueda recorrer o acortar, así que, se aproximan un poco más, lo justo para que sus ojos se agranden lo suficiente, pero lo suficientemente lejos para no tocarse.

El deseo está. Ella se muerde el labio en un intento de contenerse. A él eso lo mata. Pero se contiene y no la besa. Para ayudarse levanta su dedo índice y con la cálida yema comienza a recorrer los labios de ella. Ahora es ella la que se muere de deseo. Entreabre la boca, cierra los ojos y le deja hacer. Él dibuja su contorno con esmero, como si su propio dedo portara un pincel capaz de rellenar un lienzo lleno de calor, pasión y ternura. La respiración de ambos se acelera. Él asciende la otra mano a la misma posición. Ella, con los ojos cerrados, la recibe con un pequeño sobresalto fruto de la propia excitación. El pulso cardiáco ya no es normal. Emite un suave jadeo.

Con las dos manos posadas sobre su cara, ahora son los dedos gordos los que ocupan los labios. El resto de los dedos toman el camino de las mejillas. Tras remarcar los carnosos e infinitos labios, inician el camino para dibujar su cara. Ella sonríe debajo de las manos que ahora ocupan su cara. Esas caricias le chiflan, la superan, la descolocan. 

Abre los ojos con toda la ternura que su cuerpo le permite mostrar. Descubre los ojos de él que, con la misma ternura, también la mira, la mira de cerca, muy de cerca.

Sus manos siguen recorriendo el rostro hasta enlazarse entre el pelo que protege sus orejas. La atrae hacía sí. En ese mismo instante sus bocas, hartas de la espera, respirando confusas y de manera costosa, se encuentran y luchan por llevar la voz cantante. Los besos se dibujan, se superponen, se muerden, se separan pugnando por dominar la lengua y los labios del otro.  

Las manos siguen hundidas en su pelo. Ella busca la nuca y también le dibuja caricias en la cabeza. Se besan con rotundidad, con suavidad, con pasión y con ternura. Todo a la vez, como quién dibuja un cuadro en el que, el beso, es el protagonista y la saliva de ambos la suave y húmeda pintura, que ahora les dejará ese maravilloso sabor en sus labios.

Gracias por leerme.

«Sueños con sabor al color de tus ojos»

«Sueños con sabor al color de tus ojos»

Hoy quería contarte una cosa. Imagino que no te la esperas, aunque sí hace mucho que lo sabes, pero las palabras, al menos las que salen de la boca, siempre cuestan más decirlas por miedo al error. 

Después de pensar mucho, de darle muchas vueltas a mi cabeza, veo que tus ojos pardos tienen cierto parecido al color de la miel. 

Ayer mismo, anoche sin ir más lejos, soñé con ellos. Quería tenerlos cerca para no dejar de mirarlos, para poder acariciarlos con cada pestañeo. Soñé que podía besarlos toda la noche, que nada nos paraba ni nos lo impedía. 

La sorpresa fue al despertar. Era de madrugada, aún el sol no se había despertado y el silencio reinaba. Evidentemente tú no estabas, pero mi boca, mis labios, sabían al mismísimo néctar que había comido de tu boca, y de tus ojos, apenas unas horas antes.  

Ahora ya es otro momento, otro instante. Vuelvo a soñar con tenerte a mi lado, con acariciar tu mejilla sonrosada, con fundirme en ese color de tus ojos y que tu mirada se enrolle en tu cabello buscando mis labios, creando esa cortina de pasión. 

Rememorar el momento hace que el dulzor vuelva a mi boca, quizá porque el corazón sabe cosas que aún no ha querido contarnos, quizás porque conoce ese sabor tan delicioso que dejas en mi.

Así estamos. Deseando que llegue el momento del próximo encuentro, la hora de volverte a ver, de volver a juntarnos porque la vida es una y queremos vivirla. No me conformo, no, lucho por ello con pasión y todas las ganas; no me rindo.

Mientras eso ocurre solo espero que te envuelvas en las palabras, en los mismos deseos, en que el mismo sabor dulce de tus ojos y tus labios te lleguen para poder soñar y descansar hasta que cumplamos el próximo sueño.

Gracias por leerme.

«El silencio que les une»

«El silencio que les une»

Las tardes de domingo están pensadas para estar en calma. Las opciones son múltiples: un cine, un café con amigos, un paseo por el parque… Paula y Miguel, amigos desde siempre, hoy mrrhan decidido coger el coche y hacer kilómetros en busca de un lugar tranquilo. 

El destino, o la casualidad, o quizás el subconsciente de Paula, que era la que conducía,  quiso que terminaran en una vieja finca abandonada donde ella, siendo niña, solía pasar muchos fines de semana, en compañía de sus familiares. La casa, el terreno, el trastero, y hasta la pequeña casa en el árbol, todo, se había perdido. Por el contrario, sus recuerdos afloraron con entusiasmo nada más bajarse del coche y plantarse en la linde del lugar. 

Emocionada se puso a contar a Miguel, las cosas que hacían, dónde estaba la hamaca que tanto le gustaba… Ella narraba todo aquello con mucha pasión, mezclada con algo de tristeza, al ver cómo estaba todo. Se veía correteando por allí con treinta años menos… Ahora reinaba el silencio.

Aquellos recuerdos, tan íntimos, también emocionaron a Miguel que notó como su amiga le contaba, en plena confianza, los recuerdos de su infancia. No pudo por menos que pegarse a ella y abrazarla con cariño. Se sorprendió. Le gustaba mucho el calor de aquel cuerpo. Le alteraba el delicioso aroma que desprendía… Le descolocaba. 

Ella, sin soltarse, ni permitir que él lo hiciera, en silencio, giró su cuerpo para encararse. Se miraron directamente a los ojos, a apenas unos pocos centímetros. No se hablaron, el silencio se adueñó del momento durante un tiempo del todo indefinido para ellos, no pudieron evitar besarse. Ambos sabían que cruzaban una línea difícil de retornar a su lugar, pero, pese a tener  pactado mantener las distancias,  ambos se morían de ganas por los labios de otro. Así lo hicieron. Sabían que estaban en el lugar correcto y con la persona correcta. Otra cosa era lo que les rodeaba.

Gracias por leerme.

«El farero de Isla Corazón»

«El farero de Isla Corazón»

A Alberto siempre le atrajeron los faros. Hace un par de años se compró un libro, un pequeño atlas ilustrado, que explica la geolocalización e historia de algunos de los faros más emblemáticos del mundo. En ese momento supo que no le importaría pasar una temporada trabajando en uno de ellos. Evidentemente no podía ser en aquellos faros expuestos en el libro, tan lejos y peligrosos, así que “se conformó” con hacerlo en el faro de Isla Corazón, cuya plaza había quedado vacante. 

Ese es un faro pequeño, levantado en la cara norte de un islote con esa más que evidente forma, que a su vez está situada en la parte más saliente de unos peligrosos arrecifes. 

La pequeña isla, a sotavento, tiene un pequeño atracadero, hecho de piedra, bien protegido de los azotes del mar y el fuerte viento reinante,  en el interior de una pequeña y cerrada cala rodeada de altos acantilados. Un estrecho y empinado sendero une esos dos únicos puntos de relevancia de Isla Corazón. 

Una vez en semana, una pequeña falúa se acerca, si el mar lo permite, para llevar provisiones a Alberto. Ese momento, y su más que fallida conexión a internet, son los contactos que el farero tiene con el mundo exterior. 

El día a día pasa rápido. Las labores de mantenimiento, del hogar, la hora de gimnasia diaria, la lectura, y el ratito que se conecta a Instagram para contestar a sus seguidores, hacen que el tiempo pase ágil. En soledad, pero ágil. Aún así Alberto reconoce que es muy duro estar solo, pero su necesidad de vivir una aventura le pudo. 

En tierra firme mantiene una historia real. Uno de esos corazones, con los que marcan sus fotos, corresponde a la persona que quiere que él regrese, que se mantenga a su lado, que deje esa vida. Él también lo está deseando. Esperan el día en el que ambos estén preparados y sabe que, el día menos pensado, esa falúa de suministros llevará un corazón rojo en proa, indicando que ya es el momento de dejarlo todo por ella

Gracias por leerme.

«Cuando ser feliz es fácil»

«Cuando ser feliz es fácil»

Como es normal Carla desea ser feliz, quiere que llegue la hora de la salida de su trabajo. Su cabeza está a punto de explotar con tanta información. Lleva levantada desde las siete de la mañana, son cerca de las ocho de la noche y ya no puede más. Además, para terminar el día, tiene esa reunión, de cerca de tres horas de duración, que la agota. Menos mal que el pacto inicial había sido no hacer descanso para poder terminar antes. El cansancio le puede. Ya termina. los asistentes se despiden y ella recoge su bolso y papeles con parsimonia, aunque por dentro desea salir corriendo. 

Baja las escaleras despacio, haciendo un breve repaso mental de las cosas que ha dicho para asegurarse de que cumplió con el objetivo propuesto. Todo en orden. 

Por fin llega a la calle. El paseo hasta el coche le vendrá bien, pues el aire en la cara, las luces, el bullicio de la ciudad le ayudará a desviar su mente del estrés, las tareas pendientes, la compra pendiente, la cena que hay que preparar, la tarea de los niños, lavarse el pelo, la ropa de mañana… Todo agotador.

Por un momento enciende el móvil, quiere descubrir si hay alguna novedad en casa. El estómago se le encoge, no tiene ganas de problemas, ni de más complicaciones, necesita algo de tranquilidad. La luz de su teléfono, por un momento, le ciega la vista y no lo ve llegar.

Aquella voz le sorprende. Escucharla la hace feliz. ¿No puede ser? Levanta la vista y el corazón se le acelera. Se pone nerviosa. Es él: «¿Qué haces aquí?» «Vine a verte».

Olvida las tareas anotadas en su cabeza, la gente que pasa por su lado, el cansancio y todos los problemas. De forma espontánea y acompañada de una gran sonrisa de felicidad le da un abrazo. Un beso en el cachete, aunque quisiera que fuera en la boca. Lo agarra por la cintura. Ríe nerviosa.  Caminan con calma, sorprendidos, felices

Ella pensaba que aquella era una tarde más de cansancio y la vida le ha dado una sorpresa. La completan con una copa de vino y… Todavía hay otra sorpresa. 

La felicidad les besa en la frente. 

Gracias por leerme.

«Las palabras que el viento te lleva»

«Las palabras que el viento te lleva»
¿Qué le pides al viento?

Aunque ya estamos en otoño parece que el viento aún no quiere acompañarlos. Alberto lo necesita, sabe que es así, utilizándolo, como lo hacían los antiguos, la mejor manera que, a partir de este momento, va a tener para comunicarse con Ella. 

Alberto está en su coche, aparcado en aquel mirador que un día significó algo. Está tranquilo, esperando, viendo el cielo y deseando que por fin sople la brisa para poder enviar un deseado mensaje. 

Con los ojos abiertos, y el corazón alterado, como le ocurre cuando están juntos, sueña con que, cuando el suave ulular crepite sobre la ventana de la casa de Ella,  pueda decirle que él está allí, esperándola. Pero el viento no hace caso. Hoy no quiere soplar. 

Sin esperarlo el aroma de su perfume llega a su olfato de manera sutil. Es Ella. Alberto intuye que Ella se ha asomado al balcón. Esa ligera brisa que proveniente del mar se la acerca.

Abre la puerta y se baja para poder hablar mejor. De esta manera espera que cada una de las palabras que quiere decirle le lleguen sin cortes ni interferencias. Confía en el viento, ya no le queda otra forma de hablarle. 

Son muchas las cosas que quiere decirle, pero lo más importante es que, a la melodiosa brisa, le pide que a Ella le permita seguir sintiendo las suaves mariposas que le revolotean en el estómago cuando cada mañana se saludan. Le solicita ayuda para recibir el beso volado o el deseo de una abrazo furtivo, a la espera de encontrar el mejor momento, para hacerlo como a ambos les gusta.

Pero el viento es puñetero y, a veces, sin previo aviso, rola dificultando el rumbo que tenía previsto, o simplemente cesa y dejando al pairo cualquier maniobra. Alberto no sabe si, en esta ocasión, el viento cumplió su trabajo. O si ella sonríe al escuchar su suave susurrar en sus oídos con tantas palabras aún por decir. Tendrá que esperar a que Ella le diga algo. 

Gracias por leerme.

«La insidiosa»

«La insidiosa»

Él: Divorciado. Enamorado de ella.

Ella: Casada. Loca por Él. Incapaz de dejar a su marido.

Amiga: Con necesidad de cariño.

Marido: Tu amigo es guay. Me cae bien.

Ella: Quiere pasar más tiempo con Él, pero sin que su marido se entere.

Él: Necesito verte más. 

Amiga: Pues a mi me gusta. 

Ella: Los presenta.

Él: La idea le gusta.

Marido: Hacen buena pareja. (No se entera de lo que pasa.)

Ella: Me encargo.

Él: ¿Cuándo quedamos?

Amiga: ¿Una cena? ¿Los cuatro?… ¿Qué me pongo?

Ella y Marido: Los dejan solos tomando copas.

Él y Amiga: Se enrollan. 

Ella: Se pone celosa. Queda con Él.

Él y Ella: Se enrollan.

Ella: No me importa si la haces feliz. Si eres feliz.

Marido: Queden ustedes, no puedo.

Amiga: ¡Qué bien me siento! Que bueno tenerlos en casa. Ahora vengo. No tardo.

Ella y Él: Se enrollan.

Todos felices, o casi.

Gracias por leerme.

«La señal de la felicidad está en el meñique»

«La señal de la felicidad está en el meñique»
Ese hilo rojo que nos une, pero que a la vez nos permite movilidad.

Siento un pequeño tirón invisible en mi dedo. Noto que me buscas con tu mirada. Así que levanto la cabeza y hago lo mismo. Allí estás, mostrándome lo que, desde esta distancia, parece ser una camiseta. Alzo mi mano y la abano en señal de que me gusta.

Ahora que me desconcentré te sigo unos instantes. Tú te giras. Vuelves a mirarme. Me mandas un beso. Yo babeo mientras acaricio mi dedo meñique.

Desde que llegaste a mi vida siento que no puedo perderte de vista ni un momento. Hemos descubierto que el famoso hilo de color rojo, del que habla la tradición japonesa, une nuestros dedos meñiques y nos atrae con fuerza. 

Caminas, te pierdes entre el barullo y yo vuelvo a mi escrito.

Venimos de vidas distintas, de espacios y momentos distantes, que, por aquello de ese hilo o por una jugada del destino —me da igual como quieran llamarlo—, nos hemos unido. 

Hoy nos apetecía pasar un día diferente, aprovechar el buen tiempo, disfrutar del aire libre, de nuestra libertad, tú de tus amigas y yo de mi escritura, pero juntos. Así que aquí estoy.

Vuelvo a levantar la vista. Te observo desde la distancia, sentado en esta terraza de bar, mientras tú, y las locas de tus amigas, aprovechan el mercadillo de este hermoso pueblo para pasar un par de horas rebuscando y rebuscando, entre estand y estand de artesano del cuero, cobre, cristal, oro, plata, bronce, lana, cartón… ¡Qué se yo!, para mi la lista es interminable.

Sin duda eso te divierte. A mi no me gusta nada. Me aburre, como a ti lo hace que yo me quede aquí sentado escribiendo y leyendo estas y otras lineas. Pero así estamos, disfrutando cada uno de su espacio. Eso me encanta. El hilo que nos une, también nos deja espacio para movernos.

Lo que mas me gusta es mirarte. No me importa decírtelo. Me encanta ver cómo disfrutas probándote todos esos pendientes, argollas, anillos y pulseras; revolviendo toda esa ropa; descolocando todos esos bolsos…, para después comprar poco o nada, y hacer lo mismo en el siguiente puesto, y en el otro, y en el otro…

Me gusta que te gires, que me busques con tu mirada, que me enseñes tu meñique para indicarme que quieres un beso, que me muestres lo que vas a comprarte. Me gusta que me busques con la mirada, aunque yo no te vea, para comprobar que yo también estoy disfrutando de mi momento. Pero lo que más me gusta es cuando regresas, cuando agarras uno de mis dedos meñiques, o ambos, para pedirme que levante mi cara y así darme un beso de bienvenida. 

Gracias por leerme.