«Aquella canción de Tuna»

«Aquella canción»

Mi madre llamó ilusionada hace dos noches. Quería contarme que me había visto en un video, mostrado por una amiga suya. Su llamada se alarga, pues aprovecha la ocasión para contarme toda la historia de la persona que lo grabó.

Carmita pasea como una tarde cualquiera por La Laguna. Salir a almorzar y dar un largo paseo por sus calles peatonales siempre es un buen entretenimiento para alguien jubilada, como ella y su esposo que, caballeroso como siempre, le da todos los placeres que puede permitirse para mantenerla contenta y feliz. 

Caminan tranquilos, por el lado del sol, con ritmo sosegado y apenas prestando atención a los escaparates. Ella va colgada de su brazo, con calma, como cantaba la maravillosa María dolores Pradera: «Vamos amarraditos los dos/espumas y terciopelo/yo con un recrujir de almidón/y tú, serio y altanero/la gente nos mira, con envidia por la calle/murmuran los vecinos (…)» El silencio los une. Pero hasta el más anodino de los paseos, se rompe al son de la música. 

El ritmo alegre y desenfadado, en este caso de la tuna, de mi Tuna, hace que su cara cambie, que su cuerpo se vea invadido por una pletórica ilusión. 

Se pone al paso, nos saluda, nos alaba y nos graba. Nos acompaña un rato y nos pide con constancia una canción. Nada más terminar el pasacalles, sin conocerla a ella, ni su historia, le concedemos su deseo y le cantamos nuestra versión de FAROLA DE SANTA CRUZ.

Pasados los días, cuando mi madre me llama, que así comenzábamos este relato, me habla de Carmita, de su historia, de la amiga en común, de su enfermedad, de sus dolores…, pero sobre todo me cuenta de lo feliz que la hicimos aquella cercana tarde de primavera, dedicándole esa canción que tanto le gusta.   

Gracias por leerme.

«Los acordes de la vieja guitarra»

«Los acordes de la vieja guitarra»
Hoy tocó sacarte de la funda.

Aunque la ventana estaba cerrada, desde el piso de arriba llegaba el soniquete de aquella guitarra. Una tarde mas, el nuevo vecino, con el que yo todavía no había coincidido, templaba las cuerdas de su instrumento y de su garganta, ofreciendo un recital gratuito, que se colaba por el patio interior del edificio, en cada una de las viviendas. 

Sabía que mi vecina de planta aquello le rechinaba. Solía coincidir con su programa de cuchicheo, que según ella, era más instructivo que escuchar aquella vieja y cascada voz. A mi, en cambio, me encantaba. Yo disfrutaba del sentimiento que transmitía y me dejaba embaucar en sus melodías.

Solía cantar tangos, bachatas, cumbias, algún ballenato y boleros, muchos boleros. Sus ritmos me transportaban a otra época, a otros momentos de mi juventud en los que aquella música eran parte de mi día a día. 

Hoy la guitarra sonaba a lamento. Era verdad aquello que dicen de que la música es el reflejo del alma y, por lo que se oía, la de él, en un día como hoy, se mostraba atormentada. 

Disfruté un rato del dolor amargo de las letras de las canciones: «Bésame mucho», «Lo dudo», «Espérame en el cielo», «Tu me acostumbraste», «Noche de ronda», «Dónde estás corazón»… La lista era maravillosa. También me sabía todas aquellas canciones. Tocaba y cantaba una tras otro, sin apenas respiro entre ellas. 

En ese momento sonó: «Si tu me dices ven» ¡Era el momento!

Decidida subí los dos pisos que nos separaban. En la escalera apenas se escuchaba, pero la sensación era que aquellas letras eran una especie de llamada. 

Con mucha cautela, apoyé mi oido sobre la puerta a la espera de que sonará el último de los acordes. Entonces toqué. Él no tardó en abrir.

—Buenas tardes, yo soy…

—¡Pasa! —dijo apartando su cuerpo y dejando el camino libre—, ¿no te acuerdas de mi?, te estaba llamando.

Gracias por leerme.