«Amor en silencio»

«Amor en silencio»

Tiene su dedo índice colocado en posición perpendicular apoyado contra sus labios. Los sella con ese gesto que todos conocemos. Lo hace para no seguir hablando, para no seguir haciendo daño a la persona que, en estos momentos, tiene delante. Por triste que parezca acaba de comprometerse a seguir con su amor en silencio, en la oscuridad.

Ahora su alma está negra como la noche, le duele, está arrugada, como cuando se estrangulan los folios usados, con ideas excluidas, antes de ser lanzados con rabia hacia la papelera. 

Aunque mantiene los labios clausurados, en estos momentos no puede apartar la mirada de la persona que ama. La tiene enfrente. Escucha lo que le cuenta, los motivos por los que le pide distancia y calma. Lo entiende. Comprende. Se avergüenza. Le presiona el alma. Mira hacia su interior. Quiere hablar, pero solo asiente en silencio, quiere responder pero solo escucha, quiere abrazar, pero sabe que no puede tocar. 

Una lluvia de sentimientos vuelven a caer sobre su cuerpo. No es la primera vez que esto ocurre. Algo ha aprendido. Sabe que el castigo será sufrir su amor en silencio, por un tiempo prolongado, o tal vez eternamente, sin poder hacer nada por cambiar esta situación. 

En su reflexión personal reconoce que no es justo, que no es lo que se merece. Ahora le toca remontar, recuperarse, en la oscuridad, en su silencio, pues no puede compartirlo con nadie más. No lo entenderían. Solo esta persona que tiene delante, y que siente lo mismo, es capaz de hacerlo, es su apoyo, quizás el único, el que se prometieron para siempre.

Se mira en el espejo de su propia alma. Cierra los ojos y ve la oscuridad. Imagina ser quien besa. Eso duele. Sabe que será otra persona la que lo haga, o la que le coja de la mano, calme sus malos momentos o escuche sus lamentos al terminar el día. 

Es hora de abrir los ojos. De ver que la oscuridad existe, que tendrá que aprender a mirar de otra manera, seguir triste, si quiere sobrevivir. No puede. Vuelve a cerrarlos. Reconoce que imaginar es menos doloroso que mirar, que será duro amar en silencio, guardar ese profundo e increíble sentimiento entre pecho y mente, con su estómago revolviéndose, siendo cada noche su último pensamiento del día. También el primero de la mañana. 

Así seguirá, en silencio, con ese hondo amor escondido en el interior, silenciado para no perder lo que le queda, aunque duela, desplazado, abandonado, a buen recaudo en su alma, pues no hay amor más luminoso y brillante que el que vive en la oscuridad, dando la esperanza de que quizás, algún día, una luz les ilumine y puedan gritarlo a los cuatro vientos.

Gracias por leerme.

«Aquella preciosa pulsera de cuero»

«Aquella preciosa pulsera de cuero»

Hay tardes en las que Victor va a pasear a la orilla de la playa. Sin sentido mira para atrás, a veces sorprendido por una luz parpadeante, o por el sonido de un coche que le parece conocido o por una voz que él cree que le reclama. Victor acude a la playa en una búsqueda. Es un jóven soñador, con alma inquieta, creatividad desbordante y ganas de sorprender, a la que él llama “Preciosa” en todo lo que hace. 

Aquel día, mientras pasea por la arena sus ojos se detienen en un objeto que el mar, en el suave devenir de las olas, deja al descubierto. Es una pulsera de cuero marrón entrelazado, en cuyas esquinas brillan unos remaches de plata que emiten un brillo nostálgico. No lo piensa, la coge. Desde el principio siente una fabulosa conexión, una energía positiva que le une a ella. Al asirla comprueba que le encaja a la perfección en su muñeca. 

En cuanto se la pone una fabulosa visión, de unos ojos color miel, vienen a su memoria. Se siente abrazado por ellos, rodeados por el calor y la tranquilidad que aquel cuerpo, ahora etéreo, le transmite. 

Cada día, justo antes de salir de casa, se la coloca en su muñeca y vuelve a sentir aquella cálida corriente recorrer su cuerpo. Pero el destino es implacable y la realidad inevitable. 

De vuelta a su solitario apartamento, Victor se la quita de su muñeca y en muchas ocasiones las lágrimas brotan de sus ojos mientras recuerda los momentos preciosos que vive junto a ella, junto a su Preciosa, y que no sabe si podrá repetir.

 La pulsera se ha convertido en un símbolo de amor y pérdida, un recordatorio de que el tiempo es efímero y de que cada momento debe ser valorado. 

Él sigue soñando historias con las que transmite emociones profundas, desea volver a tocar aquel corazón, mientras pasea por la playa deseando escuchar su nombre y abrazar aquel deseo que ahora guarda en su corazón, y del que su pulsera es fiel recuerdo.

Gracias por leerme.

«El valor de una caricia»

«El valor de una caricia»

En un mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos, había una mujer llamada Sofía que conocía el valor de las caricias. Sofía era una persona de alma libre y corazón generoso que sabía que las caricias tenían el poder de sanar, conectar y despertar sensaciones inexploradas.

Sofía pasaba su vida abrazando y escuchando a otros con ternura. Para ella, las caricias eran un lenguaje universal que trascendía las barreras de la palabra hablada y comunicaba emociones profundas.

Un día, mientras caminaba por un parque, Sofía notó a un hombre solitario sentado en un banco. Su semblante triste y sus ojos apagados revelan una historia de pesar y soledad. Sofía se acercó sin titubear, dejando que su intuición guiara sus acciones.

Con delicadeza, Sofía posó suavemente su mano sobre el hombro del hombre. Sin pronunciar una palabra, transmitió una conexión silenciosa, un mensaje de apoyo y compasión. El hombre, sorprendido por el gesto inesperado, levantó la mirada y encontró los ojos cálidos y comprensivos de Sofía.

Las caricias de Sofía, llenas de empatía y calidez, despertaron en el hombre una chispa de esperanza. Sintió que había alguien que se preocupaba por él, alguien dispuesto a escuchar sin juzgar, a ofrecer consuelo sin pedir nada a cambio. En ese instante, las heridas emocionales del hombre comenzaron a sanar, y el peso de su soledad se aligeró.

Con suavidad aquel hombre se levantó. Se acercó a Sofía y con suavidad acarició las mejillas de la mujer. El cuerpo de ambos palpitó. 

La mujer, asombrada por recibir de su propia medicina, descubrió que cada caricia era un abrazo sin palabras, un bálsamo para el alma y una invitación a la intimidad emocional, que ella también necesitaba. Las caricias eran el vínculo que unía corazones y creaba lazos indestructibles entre las personas.

Sofía comprendió que no solo era importante, escuchar a las personas, dar caricias, sino también recibirlas y que alguien la escuchara y ayudara a ella. 

La pareja pasaba tiempo así, sintiendo que, a través de aquellos suaves toques, podían transmitirse amor, comprensión y aceptación. 

Las caricias se convirtieron en un recordatorio de que no estaban solos en este vasto mundo, de que el otro estaba dispuesto a estar presente y compartir un momento de conexión profunda, para siempre. Con ellas encontraban la paz y el sosiego para continuar luchando en este mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos.

Gracias por leerme.

«La serendipia de una noche de lluvia»

«La serendipia de una noche de lluvia»

Termina de llover. Lo ha hecho de manera torrencial, como a veces ocurre en esta época del año. Por fin puedo salir del zaguán en el que me refugié tras verme sorprendido, por tremendo aguacero y mi falta de previsión. ¿Qué utilidad tiene un paraguas guardado en el coche, si no lo cojo cuando hace falta? Imagino que la casualidad, justo se me olvida cuando debo cogerlo, daría respuesta a esta pregunta.

Con ese pensamiento apenas doy un par de pasos, recordando aquella vez que me pasó lo mismo. Ando despistado, lidiando entre alejar mis pensamientos e intentar esquivar charcos del suelo y goteras de las fachadas, cuando tropiezo con ella.

—Perdón yo iba…—digo a modo de disculpa, mientras levanto la mirada.

—No pasa nada, perdona —dice aquella voz que, por casualidad, me resulta conocida. Quizás de otro momento, de otro lugar…, o de otra vida.— Yo también andaba despistada.   

Me paro ante aquellos ojos verdes. Fijo la mirada. En un momento otro torrente de sentimientos, recuerdos, anhelos y viejas historias, caen sobre mi pelo y chaqueta ya empapados por la lluvia. No puede ser verdad —pienso—, ¿acabo de invocarla? 

Sin duda el mundo es un pañuelo, o eso dicen, y justo en aquel lugar, en aquel momento tan insospechado, cuando mis recuerdos habían imaginado, unos ojos que anhelo,  tengo la sensación de haberlos encontrado de casualidad. 

Ríe nerviosa. La miro. Ríe nerviosa. Me mira. No nos conocemos. Nos presentamos. Hablamos. Nos damos cuenta de que, otra vez la casualidad, hemos quedado en el mismo sitio, con las mismas personas. Sigue hablando. Conectamos. Comenzamos a hacernos preguntas. Contamos nuestra historia de manera atropellada, en un intento de ponernos al día. 

Por mi mente pasan distintas imágenes, como si del NODO se tratara. Parece que sí, que la vida nos sorprende con encuentros, algunos deseados, unos buscados, otros esperados, y luego están los fortuitos, como el de hoy, los que atribuimos a la casualidad, a la coincidencia, al destino, a la serendipia.

El momento avanza. Seguimos hablando. Llegan los demás. La casualidad, de nuevo, hace que ambos estemos en la misma mesa. 

La cena avanza. Las miradas se cruzan durante toda la noche, las palabras, los comentarios, las risas nerviosas, y otras símbolo de estarlo pasando bien; la vida, que nos sorprende con estas casualidades y en muchas ocasiones con grandes chaparrones de lluvia, o de sentimientos encontrados, que parecen que empapan y sorprenden más, que el agua no esperada que cae del cielo.

Gracias por leerme.

«La última persona del día»

«La última persona del día»

Hay días que son más normales que otros. También suceden cosas extraordinarias esos días distintos.

Aquella espléndida mañana los dos amigos, Elena y Javier, habían quedado para desayunar. Ella, que siempre apura el tiempo al máximo, llegó un poco tarde. Nada más sentarse en la mesa le llamó la atención el semblante triste que Javier transmitía. Con cariño, antes de preguntarle qué le pasaba, puso su mano sobre la de él. Sin saberlo, de aquella forma tan sencilla, surgió una asombrosa historia de amor y dedicación.​

La relación que mantienen era complicada. Son amigos, muy amigos, muy buenos amigos, y así debe ser pero, la unión que tienen y la atracción que mantienen el uno por el otro, es tan potente que la lucha interna entre los dos sentimientos, siempre les arrastra hacia un abrazo, un beso, una mirada cómplice, palabras de deseos…, arrepentimiento, dolor, culpa… 

Intentan pasar horas juntos. Hablan de muchas cosas, e increíblemente coinciden en muchas de ellas de una manera asombrosa, en ocasiones hasta en la ropa, comparten todo lo que les ocurre, confían plenamente el uno en el otro. Se complementan. 

Cuando están juntos las horas pasan volando. Siempre haya un nuevo tema para hablar, una conversación pendiente, un cuchicheo que contarse, un sentimiento que compartir, una sorpresa preparada, una rica comida, un delicioso chocolate que compartir, un buen pretexto para volverse a ver. 

En muchas ocasiones, tras pasar un buen rato juntos, se vuelven a hablar por la noche por whatsapp y ahí se mantienen durante mucho tiempo hasta que uno de los dos cierra la conversación agotado y superado por el cansancio. 

Se han convertido en las últimas personas del día con la que quieren estar, el último sueño al que aspirar cada día: continuar una vida juntos, en la que siempre estaría presente aquella potente amistad, la comprensión, los cuidados, la conversación constante, los mimos y las ganas de conseguir ser y estar juntos.

Gracias por leerme.

P.D.: A partir de aquellos instantes de complicidad, de la búsqueda del sueño, Javier jamás volvió a tener los ojos tristes, le bastaba verse reflejado en la mirada que Elena le dedica.

«Los suspiros son aire y van al aire»

«Los suspiros son aire y van al aire»

Se le acaba de emocionar el alma. De su boca se escapó un enorme suspiro que, como decía el mismísimo Bécquer: «Los suspiros son aire y van al aire…». 

Pero los suspiros son algo más, algo más que aire insuflado que se acompaña de un pequeño gemido liberador. Los suspiros son sentimientos, estados de ánimo que dejamos escapar para calmar el interior. A ella le sorprendió escucharlo. Algo le pasa.

Con sumo cuidado para no sobresaltarlo se giró. Contemplarlo e  intentar comprender aquellos sentimientos, aquellos suspiros, era un verdadero placer. Lo era para ambos, aunque en muchas ocasiones se miraban sin que el otro lo supiera. Les gustaba hacerlo mientras se acariciaban, o cuando se hablaban en susurros, aunque estuvieran solos y nadie les escuchara. Acariciarse era uno de los placeres que ocurría siempre que estaban juntos.

En aquella ocasión quería volver a mirarlo por si aquello fuera uno de esos espejismos que ocasiona llevar tiempo en la duermevela. Sonrió. Era verdaderamente increíble sentir su cuerpo tan cerca, tan pegado. Otro suspiro de placer llenó el momento.

Abrió un poco más los ojos. Aún no sabía si aquello era real o seguía soñando con estar con él, aunque solo fuera esa noche. Aprovechó para contemplar los hombros que tanto le gustaban. Acariciarlos. Se arrimó. Pegó su cuerpo con cuidado y colocó la mano, ahora caliente, pues cada vez que estaba con él lo estaban, en su brazo. 

Una vez más inhaló su aroma corporal. Aquel perfume que él utilizaba la volvía loca. Él también la miraba. Su mano fue directamente a acariciar su rostro. No hacía falta decir nada, sabían lo que sentían y aquellos momentos lo aseveraban. Ella lo atrajo hacia su pecho, justo al lugar en el que a él le gustaba perderse y posar su cabeza mientras la acariciaba. Colocó su mano en la nuca y se lo dijo: «No suspires, estoy aquí contigo. Siempre estoy».

Gracias por leerme.

«Repartir cartas sin marcar»

«Repartir cartas sin marcar»

Una timba de póker no es terreno suave sobre el que lidiar. Barajar las cartas con soltura, intuir qué lleva el contrario, conocer qué hay en la mesa y qué cartas quedan en la mazo… Desear que las cartas no estén marcadas, y si lo están poderlas descifrar. 

Parece mentira pero así es la vida misma. Una partida de cartas en la que, nada más nacer, se nos reparten unas cartas, las otras se harán a suerte a lo largo de las jugadas.

Todo empieza barajando. A cada uno de los jugadores se les reparten dos cartas. Nada más tenerlas empieza el envite. Cada persona debe tomar sus propias decisiones. 

En ocasiones, según lo que tengas en la mano, tu experiencia, tu atrevimiento, tu osadía… lo mejor es parar. En otros momentos debes lanzar un farol, subir la apuesta o mantenerte en tu sitio para que los que te rodean se acobarden, se rajen y tú seas el ganador. La clave está en saber jugar, con lo que tienes en la mano, y que la suerte te acompañe. 

Pero la vida es como el póker, injusta. 

Hay personas que sus dos primeras cartas ya vienen con pareja de ases o de figuras. Tienen serias probabilidades de triunfar. Es cuestión de esperar y darlo todo para dar el golpe final. De estos los hay que esas cartas vienen marcadas, y ya se sabe que las recibirán, ese es otro cantar.

Otros entran en juego con una simple pareja, pero con algo de esperanza pueden llevarse la partida, al conseguir una escalera, un full…

Muchos comenzamos el juego con pocas esperanzas de ganar, pues nuestras cartas son distantes y no parecen casar. Pero aquí está la riqueza de la vida y del propio póker. Desear que las cartas que nos han repartido no estén marcadas y tengamos alguna oportunidad, es jugar con paciencia y convicción, buscar la jugada correcta que nos lleve al final. Al éxito que cada uno de nosotros busque.

Así que aquí estamos, jugando esta partida que no sabemos cómo terminará, pues nunca conocemos si tenemos la mano ganadora, hasta que el último de los jugadores muestre sus cartas. 

Mientras esto ocurre disfruto de la partida. Me gusta mirarte, pensar las cartas que tengo en la mano, intentar adivinar cuáles son las que llevas, estudiar tus gestos, comprobar que te muerdes el labio por los nervios, ver tu apuesta, superarla…, pues sinceramente creo que merece la pena jugar por nuestra vida. 

Gracias por leerme.

«Las llaves de Jose»

Las llaves de Jose

Hay llaveros que parecen pesados ramilletes metálicos difíciles de manejar. Otros, por el contrario, son portadores de pequeñas almas en pena que carecen de importancia, salvo por la importancia de las posesiones que protegen.

Las llaves, y las cerraduras que guardan, eran el gran placer de Jose. Siempre cargaba su manojo a todas partes. Cada vez que lo usa, se queda ensimismado con el tintineo que hacen las llaves al pasear con ellas colgando de la mano. Para él, el pequeño roce que produce el frío metal con en sus dedos, cuando las hace girar, es un placer solo superado por el de sus dedos sobre un pecho de mujer.

Así va por el mundo, disfrutando del tintineo, y cargando el peso de cada vez más llaves. 

Jose vive en un piso sencillo, por lo que, muy probablemente, con portar tres o cuatro llaves le bastaría para satisfacer sus necesidades de guarecer sus propiedades. No es así, para él nunca son suficientes.

Los del barrio le preguntan para qué quiere tantas. Lo miran y se ríen. Él calla. Otros se acercan y le regalan aquellas que ya no usan. Jose las acepta y las incorpora a su, cada vez, mayor anilla.

El día que conocí a Jose lo descubrí sentado en el suelo del portal de su casa. Había sacado todas las llaves del gran llavero y parecía que les hablaba mientras las reordenaba por tamaño, forma, número de dientes… 

Para mi, aquello no tenía ningún sentido pero, tras saludarme, y ver que le estaba mostrando cierto interés por lo que hacía, me miró y argumentó su vicio: «Hay llaves que abren vidas, ¿me dejas pasar?»

Gracias por leerme.

«Hora de acurrucar silencios»

«Hora de acurrucar silencios»
Hay silencios que dicen mas que muchas palabras.

Cada una de ellas salió de su casa con una excusa distinta. El destino quería que aquella noche el encuentro fuera sin esperarlo, por casualidad. A veces es así como mejor salen estas cosas.

Caminaron juntas por la calle. La noche cerrada hizo bajar la temperatura por lo que las dos se aferraron al brazo cálido de la otra. 

Los coches estaban en direcciones contrarias, pero sus pies caminaron juntos. El pacto era sencillo: «Me acompañas al mío y yo te alcanzo al tuyo».

La cháchara comenzó con risas, las mismas que se traían por el camino que ya habían recorrido; y no me refiero al de la calle que acababan de caminar, sino al de los años que llevaban juntas.

Sentadas en el interior del coche las dos amigas estuvieron un rato largo hablando de sus cosas. El trabajo ocupó un pequeño espacio de tiempo, los hijos otro, pero las parejas la gran parte de la conversa; y no porque quisieran ponerlos verdes. Cada uno de ellas era distinto a la otra, pero la costumbre hacía que siempre terminaran hablando de lo mismo. La una alababa la pareja de la otra, pero al final ninguna estaba segura de querer cambiarla.

Ella, no importa cual de las dos, comenzó a llorar. Ella, la otra, la atrae con dulzura hasta sus brazos. La aferra. La acurruca, protegida con cariño entre sus brazos. La deja que llore. Sabe perfectamente, pues le ha pasado en alguna ocasión, que hay palabras y sentimientos que no salen, que son como fuegos internos que queman, pero que taponan las vías, y que ahogan, y que duelen, y que no se sabe cuándo o cómo van a salir. Ahora necesita llorar. No le apetece contarlo.

Ella, la otra, no pregunta. Sabe que aún no es el momento de ser contado. Recuerda lo que, según dicen, una vez dijo Gabriel García Marquez. Decide cumplirlo. «Y si un día no tienes ganas de hablar con nadie, llámame, estaremos en silencio.»

Gracias por leerme.

«La nueva casa»

«La nueva casa»
En casa siempre hay una esquina que…

Como en los cuentos, hay casas que parecen estar hechas de chocolate, galletas y fruta escarchada. Así era la suya, la que había construido con tanto esfuerzo y dedicación, soñando con aquel sillón, aquella mesa o esa estantería.

Por fin había juntado todas las piezas e Isabel ya dormía en ella. Pero no todo el camino que había recorrido hasta allí era sabroso y apetitoso. El tiempo que le había llevado conseguir su objetivo, estaba cargado de grandes lotes de salazón, acidez y sin sabores.

Aquella noche, cuando por fin pudo cerrar la puerta y sentirse a resguardo en su nuevo hogar, las estrellas dieron un nuevo brillo. Al pasar la llave respiró hondo. No contó su historia a nadie, pero el suspiro de satisfacción que emitió llegó hasta más allá de su propia galaxia, llenando el cielo de una nueva ilusión.

La puerta que cerraba era, en realidad, una nueva apertura, un nuevo comienzo del que esperaba toda la felicidad que una persona puede desear. Su nueva casa era un símbolo, un nuevo campo en el que comenzar a luchar cada una de las nuevas batallas que la vida le deparaba,

Ya segura, y acostada en su cama, otro suspiro, antes de cerrar los ojos, llenó cada una de las estancias de su nueva casa. Pero esta vez el hálito no era de ella.

Las estrellas le habían devuelto la ilusión que ella misma había manifestado y, del otro lado de aquellas paredes de golosina, otro espíritu luchador, que había intuido la tranquilidad que ella sentía ahora mismo, le enviaba, en forma de deseo de buenas noches, un halo de energía para poder ayudarla a recargar su potente fuerza. 

Como en los cuentos, hay casas que parecen estar hechas de chocolate, galletas y fruta escarchada, porque hay personas que merecen que la vida las trate con dulzura; que los abrazos, besos y arrumacos que reciban, aunque sean desde la distancia, sepan a canela, azúcar, regaliz…, con los que llenar paredes, puertas y ventanas de su casa, de cariño, paz y felicidad.

Gracias por leerme.