
Puntual, como suelo ser, estoy con la radio del coche encendida a la espera de que bajes. He decidido tomarme un par de minutos, para intentar de que no notes las ganas que tengo de verte, antes de hacer la llamada perdida, que habíamos convenido, para que supieras que ya estoy esperando y así bajes a mi encuentro. Después de tanto tiempo, ¡por fin!, hemos quedado para cenar.
Parado en la salida del garaje de tu edificio tengo la mirada ausente a la vez que canturreo la canción que suena en la radio.
Al ver que ya pasan un par de minutos de la hora acordada, marco tu número —no me cuesta hacerlo, lo tengo en favoritos— y cuelgo. Ahora toca esperar. La música calma mis nervios.
Suena aquella vieja canción de los Estopa que tan buenos recuerdos me trae. Imágenes de verano, de fiesta, de chicos y chicas disfrutando de la vida con algarabía y displicencia, como si no hubiera un mañana. Ya estamos maduros pero los recuerdos están ahí y hoy, aquella forma de ver la vida, sigue latiendo dentro de mi.
Veo que la luz de tu portal se enciende. Ya estás a punto de llegar. Me bajo del coche. ¡Tengo ganas de verte! ¿Ya lo he dicho?
Me apoyo en el coche y espero hasta que la puerta del edificio se abre. Lo primero que asoma es una pierna, pero lo hace en el preciso instante en el que suena el estribillo «Por la raja de tu falda…», como si fuera tu banda sonora. «¡Ay, mi madre!», no puedo pensar otra cosa. Mi imaginación vuela y…, se estrella.
La que hace su aparición es la señora del cuarto, en bata, que me hace una carantoña al fijarse en cómo recojo la baba que se me había caído, al ver semejante muslamen.
Tú vienes detrás, radiante, como siempre, con esas botas que tanto me gustan y con cara de «¿Qué te pasó?». «Entra en el coche, no tardes, que te vas a descojonar, en cuanto te lo cuente». ¡Fuerte imaginación más calenturienta la mía!
Gracias por leerme.