«Si el mar fuera yo»

«Si el mar fuera yo»

Poco hablo de mi. A veces mis historias, estas que lees en esta esquina, intuyen alguno de mis rasgos o de las cosas que hago. Tanto es así que hay quien lee y siempre se pregunta si lo que escribo es real o inventado, vivido en mis propias carnes o imaginado. Sabes que nunca respondo esa consulta. Sobre este respecto estoy convencido de que cada cual debe sacar sus propias conjeturas. 

Creo que por ello, hoy hablaré de mi. Así que sí, lo de hoy puede que sea verdad.

Para empezar debes perdóname si, como dice la canción, en estas líneas me apetece compararme con el mar… Si es así, si disculpas mi atrevimiento, tú serás el cielo. De esta manera ambos seremos igual de azules. 

No puedo mentirte, soy como el mar, calmo o bravío.

Me conoces bien, por lo que no te extraña ver cómo hay días en los que me levanto como una ola espumosa, cargada de energía, fuerza y belleza. Otros, por el contrario, me despierto en calma, acunando al ritmo del vaivén de mis propias olas, ahora convertidas en palabras. En ambos casos, nada garantiza el final de la jornada. 

Hay días que, como todos, en los que jugamos en la orilla, o nadamos sin preocupaciones. Otros, por el contrario, me rompo chocando mis olas contra las rocas o los acantilados de la vida, de la costa. Pero somos agua, somos y soy mar. Tarde o temprano el líquido elemento vuelve a la calma, recupera su espacio y su latir. 

También lloro, a veces me ayuda. Las lágrimas se convierten en esas gotas rebosantes que salpican, que bañan el desasosiego para ocupar el espacio que otros sentimientos han dejado vacío. Pero como el fuerte oleaje también pasa.

Siempre vuelvo al mar. Me gusta buscar la calma, aún cuando está embravecido, buscar la paz en el horizonte con mi mirada, encontrarte en él. Allí estás. Siempre estás.

Sí, me gusta jugar a ser el mar, a mojarnos juntos, mecerte en mis brazos, que notes mis caricias, que me ayudes a calmar la tempestad y que estés conmigo, también en la arena, al refugio del abrazo sobre mi pecho, pues toda galerna pasa. 

Gracias por leerme.

«En una caja de fósforos»

«En una caja de fósforos»

Desde hace tiempo sospecho que tener una caja de fósforos es un bien preciado. Su utilidad no es discutible, sobre todo cuando llega la oscuridad y las cerillas que guarda se hacen necesarias para encender velas, a fin de donar esa pequeña luminosidad cálida, con la que espantar sombras y fantasmas, en las que ya empiezan a ser frías noches de invierno. 

Pero las cajas de fósforos no son todas iguales. Algunas guardan pequeños secretos. Otras grandes sorpresas.

La que yo tengo no solo acoge pequeños deseos que se activan con el rozamiento, en forma de chasquido luminoso, sino que intento conseguir que dentro de ella encienda la flama de la ilusión. La mía propia.

Mi pequeña caja de fósforos se está convirtiendo en un espacio en el que cada pequeña fogata que prende puede convertirse en un deseo distinto, en un momento de paz o en una lucha por seguir adelante, en un sueño por perseguir o una visita inesperada. Cada uno de los oníricos pensamientos que se encienden, en el que puede que me acompañes, se llenan de esperanza por conseguir la felicidad, en la que, la tranquilidad y la paz, sean la tónica reinante.

Creo que cada uno de nosotros somos una caja de fósforos, o al menos llevamos una dentro. Podemos encendernos de manera distinta, y según nos rocen, apagarnos si nos soplan adecuadamente o si la suave caricia de los dedos, pasados por un tibio beso, logra colarse en entre nuestro cuerpo y la llama que alberga.

En mi caso, vivir en una caja de fósforos, es una suerte, ya que el simple roce del estar, hace que la magia se encienda. Eso tiene sus ventajas. Es un espacio que se convierte, que se reconvierte, se transforma, se enciende o apaga según los estados de ánimos, según la visita, la música que suene, o las velas que se enciendan. En mi caso, es una burbuja, un pequeño espacio lleno de paz que aleja el ruido, permite hablar, escuchar y sentir. Sobre todo sentir.

Gracias por leerme.

«La vieja del visillo»

No es tarde, así que tras compartir unas palabras con ella decido sentarme a su lado y aceptar la invitación de tomarnos un cortado. Casi de manera inmediata, tras las primeras risas, el visillo del primero B, de la acera de enfrente, se mueve. 

Lo veo de refilón, por el rabillo del ojo, pero no me llama excesivamente la atención, al ver que la ventana está abierta, así que, en un primer momento, imagino que la brisa es la culpable del movimiento. 

Casi sin querer pasan más de tres horas. Lo que era un cortado con risas y buena compañía, pasó a ser un vermut y más risas, para convertirse, al cabo del rato, en una botella de vino y una maravillosa cena. 

Con tanto alcohol, las risas fueron subiendo de volumen y los comentarios cargados de buen humor y picardía, también. Historias personales se entremezclaron.

Al levantarnos de la mesa, nos fuimos en la misma dirección, pues ambos teníamos el mismo camino. Nos agarramos del brazo y caminamos con paso lento. Cualquiera que nos veía podía pensar que éramos pareja. Tras doblar la esquina y abandonar la concurrida calle nos despedimos con un abrazo y: calabaza, calabaza, cada uno pá su casa. 

Nada más llegar al trabajo recibo un mensaje: «No te puedes imaginar lo que mis compis de curro me acaban de preguntar». Evidentemente no tengo ni idea, así que, en esa línea respondo. La respuesta no tardó en llegar: «¿Quién es el chicarrón con el que cenaste, y te marchaste anoche, tan acarameladita?»

La pregunta me sorprendió. No solo por el piropo hacia mi persona, sino cómo a la gente le gusta liarla de manera facilona y buscar el enredo.

Pasados los días me enteré de toda la historia. En el primero B, frente a aquel bar, vive una compañera de su gimnasio y, como parece que suele hacer, la susodicha estuvo un buen rato, tras el visillo, intentando ver qué se cocía, y de ahí, del ver el buen momento, la complicidad, la cercanía y el bienestar, sacó sus propias conclusiones, publicándolo a diestro y siniestro por doquier, con tal de tener una novedad que contar. ¡Ole por ella!

Gracias por leerme.

«Llega la hora de cerrar y salir del laberinto»

«Llega la hora de cerrar y salir del laberinto»
Hora de salir del laberinto

En el interior del laberinto del fauno poco ruido se escucha. Como es evidente y ya te imaginarás, eso ocurre hasta que él mismo, amo y señor lugar, así lo decide. Los que se envalentonan y se adentran en su interior buscan, de manera casi inmediata, la salida más próxima. Todos lo hacen sin suerte, pues la bestia interviene. Nosotros llevamos ventaja.

Un colegio vacío tiene mucho que ver con esa sensación. Las aulas desiertas se convierten en espacios lúgubres. Los pasillos, como los del Laberinto, parecen cambiar de forma y proyectan sombras anónimas y misteriosas que poco o nada tienen que ver con las normales, con las de un día normal. Las escaleras reproducen ecos de pasos inexistentes y voces que ahora ya no habitan entre aquellas paredes. Solo falta que aparezca la bestia.

¿Todos creen que ella no existe? Pero está. Vive y se muestra.

El animal, como si de una especie de alma en pena se tratara, hace su aparición de manera ingeniosa. Lo podemos sentir, a veces oler y otras escuchar, si prestamos atención en esas aulas y pasillos carentes de los seres vivos que normalmente las habitan. 

Pero no desesperes. En estas percepciones, en este laberinto triste en el que ahora se convierten los centros escolares, todas las sensaciones son buenas, pues en poco tiempo, sus puertas volverán a abrirse y a llenarse de nuevas y buenas vibraciones, de fragancias agradables, de momentos de calma y otros de estrés, sin maldad ninguno de ellos, que hacen que nos podamos sentir plenamente contentos, vivos e ilusionados por lo que hacemos.

Así que en esas estamos, cerrando capítulos, cerrando el colegio y, también, cerrando este blog, hasta el próximo septiembre, para poder escapar del laberinto y disfrutar, si el fauno nos deja de un merecido descanso. 

FELIZ VERANO.

Gracias por leerme.

«El juego de las máscaras»

¿Qué máscara te pondrías hoy?

La fiesta se había retrasado demasiado. No había invitados, no se esperaban invitaciones. Todos sabían quienes eran y todos sabían dónde era. Así que solo quedaba escoger la máscara deseada, la que mejor sentaba para un momento como aquel, vestirse a juego de ella, de la ocasión, y salir.

Cuando llegó, vio su propio reflejo entre todos los asistentes. En un principio nada le hacía imaginar que hubieran otras máscaras como las que llevaba. Pero no era así. Más pronto que tarde se dio cuenta de que no todos los presentes eran lo que se esperaba de ellos. Muchos aparentaban lo que no eran, incluso, algunos, querían simular lo que nunca llegarían a ser. Se dio cuenta de que había comenzado el juego de las máscaras.

Sin pensarlo cambió la mentalidad con la que había ido y se comportó como los demás.

Si hablaba con uno, se colocaba la máscara de víctima, pues le interesaba que se apiadara de su persona. Si bailaba con la otra, decidía utilizar la que le hacía aparentar la persona más sexi y divertida. Cuando se entretuvo en una conversación, se colocó la careta de inteligente. Al sentarse en la mesa para comer algo con unos amigos, utilizó la que le daba un toque de relajación, que enseguida se quitó, en cuanto vio acercarse a aquella persona que, desde hace poco, empezaba a odiar. Los presentes también se dieron cuenta y decidieron cambiar las suyas por otras que pudieran denotar más indiferencia, distancia, abulia o desinterés.

Por lo que parece, en la vida, las personas nos movemos como si de un carnaval se tratara, nos vamos colocando e intercambiando máscaras según con quién estamos o según qué queremos aparentar. Lástima que nos cueste ser nosotros mismos; ¿o es que somos así de falsos? 

Por suerte llega el carnaval y nadie tendrá en cuenta la máscara que uses.

Gracias por leerme.

«Esos pequeños detalles que unen»

Estar en un avión con un plan de vuelo de largo recorrido, es un buen miradero en el que sorprenderse del extraño motivo por el que aún no nos hemos extinguido como raza.

Sin duda hay personas que claramente viajan juntas. Están unidas en los asientos, entrelazan las manos o intercambian conversación en buena parte del trayecto. Hay otras, en cambio, que tienes que observarlas para descubrir con quién van y qué es eso que les une.

Ese es el caso de esas dos mujeres que viajan en los asientos situados justo delante de mi. Puedo observarlas bien, pues una de ellas, la que parece mayor, está en el asiento 30F y la otra, la que parece más estropeada, ocupa el 31F, ambas junto al pasillo. Yo me siento en el 32C. Lugar opuesto y perfecto para, otra vez, dedicarme a observar a las personas, y otros animales de compañía, que me rodean.

Como dije hasta hace poco no sabía qué les unía. Quizás me dio la pista sus corpulentos cuerpos, o que ambas llevan el mismo moño alzado, con el que intentan recoger y esconder el mismo grasiento pelo. Pero te daré alguna pista más. 

Son las siete de la mañana. Todo el pasaje está a bordo y, mientras unos escuchan con atención las indicaciones del personal de cabina, otros se persignan, en un intento de asegurar el vuelo y ellas…, ellas comparten un buen trago de una botella de güisqui, seguramente comprado en el Duty free, tras pasar el control de seguridad. Imagino que eso las tranquiliza. 

El vuelo marcha con normalidad. Tras mi desayuno, un pequeño bocadillo y un capuchino, doy una cabezada. Al despertarme vuelvo a observarlas. Sin mediar palabra es ahora la de detrás la que alcanza, por encima de la cabeza, la ya más que retorcida botella de alcohol. Por lo que imagino se han pasado las casi cuatro horas que llevamos dándole al vidrio. 

Continúo mi lectura cuando un alarido, procedente de la fila 31 hace que levante mi cabeza y me vuelva a fijar en las dos viajeras del güisqui. La de detrás se enfada con la de delante, aparentemente por haber consumido el último tiro que daba aquella botella. Pero calma –keep calm–, le dice la más vieja, todo tiene arreglo. Tocan el timbre y la azafata les vende dos pequeños botellines y una Coca-Cola. Eso les une, ese es su nexo común. Ese y el chico con claros rasgos de padecer alguna necesidad especial, que entre cabezadas, pequeños movimientos corporales y una especie de gruñido repetitivo les pide ir al baño. Se levanta razonablemente entera, yo ni en mis mejores tiempos hubiera podido hacerlo después de tanto trago.

Tras llegar al destino, a lo que seguro es su destino favorito de fiesta, alcohol y sol, las pierdo de vista. Sorprendentemente han aterrizado enteras y atendiendo a su dependiente. Sin duda pequeños detalles que unen a las personas y que, tarde o temprano, nos llevarán a la destrucción, aunque aún no entiendo porqué no lo hemos hecho ya.

Gracias por leerme.

«Como el Conejo Blanco de Alicia»

Me parece absolutamente formidable el Conejo Blanco de “Alicia en el País de las Maravillas”. Creo que es un personaje sorprendente y muy bien definido que durante toda la obra transmite una importante dosis de ansiedad, paranoia y desorden que desborda al lector haciéndome sentir muy nervioso.

Durante estos días, un par de semanas ya, que hace que no me paso por esta esquina, he estado así, como el conejo apresurado diciendo “¡Dios mío, Dios mío, voy a llegar tarde, que voy a llegar tarde!”… Y, claro, al final no he llegado. 

Muchas cosas son las que han desestabilizado este momento de locura pero sobre todo una me apartó una dosis importante de estrés extra que ahora me veo en la obligación –o quizás sea más bien necesidad– de compartir contigo, ya que, de una u otra manera, te puede afectar. 

Un elemento –ya que no se si es persona humana o troll– me ha jaqueado mi cuenta de Facebook. ¡Así estamos!, a la desbandada. Al parecer es un ser que, en principio, puesto esto no se sabe con exactitud, habita en algún lugar de Indonesia –que suerte que tiene el “jodio”– y pretende que le pague en criptomoneda la cantidad de cuatrocientos dólares para devolvérmela. ¡¡¡Pues si le gusta, que se la quede!!! Es solo una página de facebook, aunque es una ventana maravillosa para poder reunirnos. Por supuesto ya está denunciado y a la espera de solución, pero sin muchas esperanzas.

Le tenía mucho cariño a esa red social. Son muchos años ya de existencia, en la que he compartido muchos y buenos momentos con todos ustedes y con otras personas que, en algún momento, han formado parte de mi vida. Son también muchas historias, todas las que he ido colgando en esta esquina, en las que ibas dejando tus huellas, comentarios, agradecimientos, improperios… Ahora los he perdido para siempre.

Pero como de todo se aprende, y las piedras del camino también sirven para caminar, hoy me asomo de nuevo por aquí, como el Conejo Blanco, desorientado y correteando de un lado para otro, intentando encontrar el tiempo y reorganizando esta pequeña incidencia. 

Espero que sigamos viéndonos y que podamos compartir este y otros muchos escritos y novedades que pronto llegarán. 

Gracias por leerme.  

«¡Oscar al mejor…, para…!»

Sin duda se merece un Oscar. Después de tanto esfuerzo…

Mucho ha llovido desde que en el año 1999 Penélope Cruz gritó aquel famoso ¡Pedroooooo!, con el que anunciaba el Oscar a la mejor película de habla no inglesa, para Pedro Almodovar, por su película «Todo sobre mi madre». 

Ganar un Oscar, o un Goya, o un premio en general, de la categoría o especialidad que sea, no es tarea fácil. Si nos centramos en el mundo del cine, por seguir con el ejemplo con el que he empezado, son muchos los factores que hay que tener en cuenta: los diálogos, la escenografía, el vestuario… Seguro que de todo esto sabes más que yo.

Lo que me llama la atención es el desarrollo del guión. Vale que escribo y, que algunas veces, logro dar un giro al texto que estoy trabajando para intentar sorprenderte. Bien es cierto que muchas veces, la mayoría, puedes considerar que no lo consigo, pero estarás conmigo que una buena película es como la vida real, mejor que la vida real. Así, al menos lo pensaba yo. 

Estamos viviendo unos momentos tan convulsos, tan fuera de toda lógica, con tanto desastre a nuestro alrededor,  que me cuesta imaginar que todo esto no es parte de una película de esas de Oscar. 

La pandemia nos tocó fuerte, luego vino el volcán, ahora la puñetera guerra de Putin. ya te aviso de que hay cálculos de que un asteroide podría impactar contra la tierra, nada más y nada menos que el 6 de mayo –¿No lo sabías? Siento ser yo el que te lo diga. Aquí tienes la noticia–. ¿Qué más nos espera? ¿Será verdad lo del ataque zombi o la amenaza alienígena? No sé, imagina que ya puestos…

Por todo lo anterior, y a modo de conclusión, creo que debemos entregar el ¡¡¡Oscar al mejor guión!!!…, para…, ¡el desarrollo de estos dos años!, por su gran esfuerzo creativo y remover nuestras vidas de una manera jamás imaginada. ¡Al Putin que le den!, por cierto.

Gracias por leerme.

P.D.: ¡¡¡NO A LA GUERRA!!!

«El viento que me atraviesa»

«El viento que me atraviesa»

Son muchas las veces que el viento ulala tras la ventana. Su sonido, en algunas ocasiones, se asemeja al llanto desconsolado de un niño o al maullar agónico de un gato. Otras veces, en cambio, siento que su rugido es fiero, como el de un dragón, que tantas veces hemos imaginado en las historias narradas. 

Hoy su bramar es diferente. Eso me perturba.

Arropado en una manta, y con una taza de chocolate caliente entre las manos, siento su batir contra el edificio. Golpea con energía mi ventana. Parece que quiere entrar, que quiere decirme algo, pero aún no entiendo sus palabras. 

Me levanto.

Despacio coloco las manos en el cristal e intento leer las vibraciones del ahora frío elemento. Contemplo el exterior a la espera de alguna señal, que acompañe aquel lamento que hora suena atróz. Los árboles se agitan, las luces de las farolas tiemblan. Es lo normal, nada ocurre fuera de lo medianamente normal con esta inclemencia meteorológica. Me convenzo. Vuelvo al sofá.

Según me acomodo un nuevo golpe, esta vez contra la puerta de entrada, me estremece. Recorro los pocos metros que me separan de ella. Lo hago despacio, con pies de hormiguita, para quién esté al otro lado no se percate de que me acerco. Miro por la mirilla y siento que el aire frío me atraviesa. Sin duda ahí afuera hay algo. No consigo ver qué es, pero lo siento. Me habla. Me atrae. Me separo rápido. No me atrevo a abrir la puerta. Intento volver a resguardarme bajo la manta que dejé en el sofá, pero las luces saltan. Todo se queda a oscuras, mientras el clamor del viento aumenta de intensidad. 

Ahora siento su presencia dentro de casa. Se que de alguna manera algo ha entrado. Aprovecha la fuerza del viento para colarse por las rendijas, para esquivar los protectores que tengo bajo las puertas, o los felpudos de las entradas de la casa…

La tormenta se siente cerca pero quizás es dentro de mi y lo que hay ahí fuera es solo viento.

Gracias por leerme.

«Una historia de barberos»

Esta historia ocurrió hace varios meses, puede que incluso ya haya pasado algo más de dos años –sabes que desde que comenzó esta pandemia sufrimos de un borrón en el tiempo, al menos a mi me pasa, por el que nos cuesta colocar las cosas en su sitio y calcular los momentos con exactitud–, justo cuando se levantó el confinamiento y podíamos recobrar nuestras vidas, o parte de ellas.

Aquel día fui al peluquero. Hasta ese momento me parecía un buen profesional, simpático, dicharachero, cortés, que hacía bien su trabajo a la vez que daba un rato de conversación y una buena atención a sus clientes. Supongo que los momentos de cautiverio impuesto nos afectaron a todos. 

Cuando llegué había un señor cortándose el pelo y otros dos esperando. No me agobié, saludé, pedí mi turno y me senté en los bancos que tiene puestos en la terraza a leer, en lo que me tocaba. Con un ojo en las páginas del libro y otro en lo que ocurría a mi alrededor, pasé el rato. 

El barbero terminó en seguida con el hombre que estaba atendiendo. Le cobró y salió a la terraza. Le pidió a los dos hombres que esperaban –a mi no me dijo nada porque yo estaba a mi rollo, o eso creía él– permiso para echarse un cigarro. Eso me extrañó. Tanto tiempo cerrado, clientes en cola a la puerta del negocio…

Pasó el primero de los caballeros. Ojo avizor pude observar cómo, el barbero, no había desinfectado o al menos limpiado un poco el asiento, los útiles de trabajo… Tampoco sus manos. «Un despiste», pensé en seguida. El cigarro lo relajó y no se dio cuenta. El cliente tampoco le dijo nada, se sentó y dejó hacer.

Nada más terminar con el señor pasó al otro. Esta vez levanté la vista –y las orejas como buen coyote– para observar con claridad qué hacía. Lo mismo. Ni desinfectó, ni se lavó las manos…, nada. Esto ya no puede ser un despiste y el genio de la lámpara que llevo dentro, se revolvió. ¿Te soy sincero? Me dio asco. Cerré el libro y puse toda mi atención en el profesional.

Nada más terminar con el corte del tercer hombre, aplicarle gel con sus manos en el pelo, cobrarle, rascarse los…, salió de nuevo a la terraza. Ni que decir tiene que no se lavó, secó, desinfectó…, o lo que sea, las manos.

Yo era el único cliente que le quedaba.

–Me voy a echar un cigarrito y ahora te atiendo –comentó de la manera más natural posible, mientras se rascaba el interior de una de las fosas nasales con un dedo, mientras que con la otra mano sacaba el mechero para encender el pitillo que ya columpiaba en los labios.

Creo que pasé del blanco pálido al verde intenso en un santiamén.

–Por mi no se preocupe –le dije mientras me levantaba–, tranquilo, puede usted seguir haciendo lo que le plazca, que después de tanto tiempo sin trabajar entiendo que sus preferencias hayan cambiado. 

Dicho aquello me marché. Él dijo algo, pero no me volví para escucharlo.

Gracias por leerme.

P.D. Hoy en día voy a otro barbero. De allí vengo. Sus manos olían a tabaco, por eso me acordé de esta anécdota. Se lo dije, me pidió disculpas y se las lavó. Así sí.