
Antonio abre la boca denotando una clara cara de asombro. Entró en aquella exposición sin ningún entusiasmo, con el único fin de hacer algo, de pasar el tiempo, de matar la tarde.
Nada más cruzar el umbral, y hacer un pequeño barrido con su mirada por la sala de exposiciones, una pintura en particular capturó su atención. Era el retrato de una mujer, «Mariela», de una belleza extraordinaria.
De su rostro emanaba una expresión tan preciosa que solo con ella parecía que repartía serenidad y confianza, tranquilidad y entusiasmo, inteligencia y pasión. Sus ojos reflejaban una profunda amabilidad y compasión.
Antonio quedó fascinado con aquella pintura. Se acercó a ella y comenzó a estudiar cada detalle. Cada trazo del pincel parecía capturar la esencia misma de la mujer retratada.
Una voz a su espalda le preguntó:
–¿Qué ve en esa pintura? No puedo dejar de notar cómo la mira.
Antonio, ensimismado como estaba, no se giró, empezó a hablar sin parar y sin intercambiar mirada con la voz que le pedía opinión: «Es como si esta mujer fuera más que una simple imagen en un lienzo. Puedo sentir su alma y su mente a través de sus ojos. Me hace pensar en cuánta belleza y cuánta bondad puede existir en una sola persona».
–Me alegro que le guste –contestó aquella voz–, sin duda es mi autoretrato favorito.
Mariela resultó ser real y tan cautivadora como Antonio había imaginado. Tenía una mente brillante y derrochaba pasión y energía en todo aquello que hacía.
A medida que pasaban más tiempo juntos, Antonio descubrió que su belleza interior coincidía con su belleza exterior. Era compasiva, generosa, amable y cariñosa, además siempre estaba dispuesta a ayudar a los demás.
Ambos se hicieron inseparables, se apoyaban constantemente, pues su fuerza y energía estaba en reconocer que la belleza de la otra persona no se limita a su apariencia, sino a la combinación de su mente y alma. Ambos hacían que esa combinación fuera perfecta.
Gracias por leerme.