«Luz verde para alzar la voz contra la ELA»

«Una luz para alzar la voz contra la ELA»

No puedo dejar de pensar en ella. Las aulas, ahora que ya comienzan a estar abandonadas hasta septiembre, guardan un extraño silencio que mantiene retazos de su voz. Palabras que no volverán a salir de su boca, pues su musculatura orbicular ya no le responde. 

La recuerdo como una hormiguita. Siempre iba de aquí para allá, cargando cajas: de regletas, pictogramas, calculadoras…, o con tapas de plástico, que usaba para sus clases. 

El alumnado se chiflaba cada vez que ella llegaba y les presentaba un problema distinto y, cuando al plantear posibles respuestas sin reflexión o al tum-tum, les repetía el mantra “no estoy de acuerdo contigo”. No les quería quitar la razón, solo pretendía que volvieran a pensarlo, que razonaran, que dieran otra respuesta más plausible, más acorde a la pregunta planteada. 

Los maestros que la acompañábamos en sus clases, la mirábamos con ojos enloquecidos. La cabeza parecía que nos fuera a explotar con tanta explicación, con tanto uso del razonamiento y con el conocimiento de la materia que, desde hace unos años, había empezado a dominar y a compartir por otros muchos centros. Esa era su lucha. 

Pero el tiempo ha pasado. El confinamiento la llevó a librar otra batalla de la que es imposible escapar. La que se libra contra una enfermedad, la ELA (Esclerosis Lateral Amiotrófica) con la que, nada más empezar, sabes que vas a perder, pues es una trilera y el tiempo juega a su favor, las normas las dicta ella y el campo de lucha es tu cuerpo. 

Pero ahí está. Elevando su voz con la mirada, con la expresión de su cara y con el apoyo de toda su familia y amigos que, reunidos en torno al símbolo de nuestro volcán, hemos creado una asociación TeidELA, que busca ayudar y colaborar con todos los enfermos que, como ella, pierden su voz. Entre todos lograremos alzarnos y demostrar que juntos somos más fuertes y más visibles. Seguimos pensando que podemos, porque ella nos da la energía y la luz verde con la que, el pasado 21 de junio (DÍA MUNDIAL DE LA LUCHA CONTRA LA ELA), se iluminaron muchos edificios de color verde, como muestra de que su voz, tu voz, nuestra voz, no se apagará y está llena de esperanza. Sigue luchando, sigue siendo nuestro ejemplo, sigue siendo nuestra luz. Estamos contigo querida Cati. 

Gracias por leerme.

«Un tren hacia…»

«Un tren hacia…»
Siempre hay un tren hacia algún lado.

El vagón está abarrotado. Esta situación ya la había visto en alguna película, no recuerdo ahora el título, pero como se suele decir en estos casos, la realidad supera la ficción.

El pasillo lo encuentro atestado de personas, pero solo de mujeres, niñas y niños. Sus maletas, bolsas y mochilas infladas, hasta casi reventar, ocupaban todos los altillos, el suelo, cada bajo de asiento y cada esquina. En algunos casos están apiladas. En otras ocasiones sirven de improvisado asiento, de mesa de juego o lugar para apoyar la cabeza. 

El olor a humanidad también es una característica que se puede sentir con mucha facilidad. Un hedor ya seco, impregnado en las telas, que casi se podría masticar de la manera pegajosa y cansina con la que se masca un chicle ya repasado por el uso. 

Me senté en el que creía mi asiento, levantando del sitio a una señora que lo ocupaba y que no opuso ningún impedimento al ver mi billete con el número del asiento. Ella portaba un niño dormido en sus brazos, que lo cedió a la mujer situada su derecha. 

Tras pasar mis primeros agobios, pues no sabía si aquel era el vagón correcto, y sobre todo superado por el número de personas que se hacinaban en él, pude dedicar mi infausto tiempo de viaje para observar a los que me rodeaban, intentando encontrar una explicación razonable a todo aquello. 

En la esquina contraria a la mía, una mujer de grandes ojeras, y profusa cara de cansancio, clavó sus ojos en mí. Aferró su bolso contra su pecho e hizo un pequeño gesto de asentimiento. Enfrente de ella, otra mujer, a la que no le pude ver la cara por estar fuera de mi ángulo visual, mantenía su cabeza apoyada contra el cristal. Dormía tranquila.

La señora mayor, la que había asumido el abrazo del pequeño durmiente, comprobando que la miraba de reojo, atrajo al niño, aún más contra su cuerpo y aprovechó la cabeza del pequeño para dar soporte a la suya propia. En ese momento el brazo izquierdo del niño quedó al descubierto. Eso me dio la pista.

En un instante giré mi mirada al pasillo y comprobé, con el sigilo que mi posición de oteador experimentado me brinda, que todos ellos llevaban pintados en su piel, con rotulador permanente negro, números de telefóno. Y es que aquel tren les llevaba por el camino de huida, a una vida que ni ellos podían saber qué esperar. Solo abandonaban su tierra invadida y yo, desconocedor de todo aquello, hasta ese preciso instante, les había levantado de su asiento. Qué cosas tiene la vida. 

Gracias por leerme.

«Con larga espera»

«Con larga espera»
El que espera, desespera. O al menos eso dicen.

La espera se hace más larga cuando no se sabe qué, o a quién, se espera. Quizás él sí conoce sus anhelos, quizás lo único que no ha hecho es verbalizarlos, y por eso, los que le rodeamos, estamos ansiosos de saber qué es aquello que espera, que lo tiene distraído y que está por llegar. 

Lleva tiempo parado en la pantalla de su ordenador. No hace nada, no teclea. Paso por detrás, con disimulo. De reojo y sin pararme, escruto la pantalla. Todos los presentes me han pedido que fuera yo. Intentamos averiguar cuál es el motivo de su desazón. Lo hago a paso lento.

En mi paseo detrás de su puesto, me retengo y entretengo todo lo que puedo, a fin de no despertar en él ningún malestar, ni desvelar mi insana intención. Parece tan absorto que no se da cuenta.

Ya en el grupo lo comento: «Tiene la pantalla dividida en varias ventanas. En una facebook, en otra la versión web de Whatsapp, en la tercera Instagram y en la cuarta… En esta última el bloc de notas, pero aparece en blanco.»

Parece que todos llegamos a la misma conclusión: está esperando un mensaje. 

Lleva así toda la mañana. Apenas ha comido y no muestra signos de cansancio. Sigue impertérrito. Solo de vez en cuando mueve el ratón o pulsa una tecla. Imaginamos que es f5, para poder refrescar la pantalla. 

Ninguno de los presentes nos hemos atrevido a preguntar qué le sucede. Estamos dejando el espacio que sabemos que necesita todo aquel que espera.   

Cuando escuchamos un contundente y vivaraz «¡sí!» nos damos cuenta de que por fin el momento ha llegado. Se levanta con una amplia sonrisa en la cara, de un solo empuje cierra la tapa de su ordenador portátil, levanta la vista y nos contempla. Todos nos unimos a la espera del comentario. Esperamos la explicación de qué estaba esperando.

La respuesta nos sorprende, a la vez que nos deja estupefactos. 

–No me miren así. Lo que ocurre no les importa. Me marcho.

Y así nos dejó, con tres palmos de narices.

Gracias por leerme.

«Hablarle al mar»

«Hablarle al mar»

Despedirse no es fácil si lo compartido fue sincero y duró en el tiempo. Así al menos me lo contó Pepe –nombre escogido al azar– el día que lo vi sentado sobre las rocas del rompeolas.

–¿Qué haces? –le consulté nada más reconocerlo de espaldas.

–Esperar el momento –contestó él sin apenas mimarme. Extrañado me senté a su lado. 

Durante mucho tiempo nada hablamos. Parecía que el mar nos tenía embelesados en su suave batir. Al rato él rompió el silencio.

–Me apena no haberla besado más –afirmó mientras giraba su cara para mirarme–. Quizás debí hacerle más caso, o hablarle más, o susurrarle más, o… –entonces me di cuenta de que aquel hombre, pese a sus años de entereza y trabajo duro, lloraba.

No supe qué decirle. No dije ni una sola palabra. Mientras los dos seguíamos mirando las olas, mi mano se posó sobre su hombro para intentar apoyarlo. Allí se quedó un buen rato. 

Cuando noté que sus lágrimas dejaban de fluir, que su aliento recuperaba la normalidad, me atreví a preguntar. 

–¿Por qué estás así? ¿Qué te ha pasado para encontrarte de esta manera?

Él suspiró. Tomó aire y dijo:

–El año acaba de terminar y lamento tantas cosas que pude haber hecho y no hice. Sobre todo en lo que se refiere a mi relación con ella.

–Pero aún estás a tiempo. La vida sigue y…

–Lo hemos dejado –dijo tajante mientras se ponía en pie.

Me sorprendió su respuesta. Tanto que no dije nada. También me levanté. Me quedé allí parado, a su lado. Los dos mirábamos el mar. Su poder. Sin decir nada y cumpliendo el extraño ritual del día primero del año nos metimos en el mar. Ya solucionaremos el problema en otro momento. FELIZ AÑO NUEVO.

Gracias por leerme.

«El batir de tus alas»

Alzar el vuelo, encontrar el momento, disfrutarlo…

Con la llegada de las primeras horas del otoño empezamos a notar cómo los días se acortan. Poco a poco las hojas de los árboles se empezarán a vestir de su amarillo o naranja característico, en señal de despedida de las aves que comienzan su migración. Nada acaba. Una nueva época empieza.

Los que quedamos atrás, atrapados en la vida, en las obligaciones diarias, envidiamos el sonido de ese batir de alas, de ver alzar el vuelo, que nos recuerda épocas pasadas. Ahora es tu momento es el momento de volar. 

Volar, cuando se está preparado, es fácil. Solo es necesario levantar las alas, dar un paso al vacío, cerrar los ojos y…, soñar. Basta con cerrar los ojos y soñar para alzar el vuelo. Si lo haces así, dejando de lado el miedo, la negatividad de los que no se atreven a dar ese salto o los gritos de alarma de los cobardes, podrás alcanzar los sueños de un mundo que acaba de abrirse para ti, en una nueva y maravillosa experiencia vital.

Es el momento de aprender, de abrir muy grandes los ojos y los oídos para empaparte de todo lo que hay ahí fuera. Conocer gentes de muchos lugares, de lenguas y costumbres distintas, visitar ciudades y pueblos cargado con tus libros y mochila, probar comidas, reír, quizás llorar, cantar, bailar y amar. Es el momento de alzar el vuelo. Un vuelo alto.

Por suerte el aterrizaje está asegurado. La maniobra es igual que la del despegue. Estar convencido de tomar tierra, es poner rumbo a casa, escuchar las indicaciones de ese lugar seguro, cerrar los ojos y soñar. Soñar con ese abrazo de regreso, con el calor de los tuyos, los que siempre te estaremos esperando para acogerte y protegerte.

Sueña con tener alas, con verlas crecer, con disfrutar de ellas, con el sonido de su batir…, sueña y lucha por conseguir esos sueños, mientras disfrutas del gran momento que estás viviendo, del que vas a vivir. Porque la vida te ha permitido volar y siempre tener un sitio al que regresar. Te queremos. 

Gracias por leerme. 

P.D. ¡¡¡Cabrito!!!, llama de vez en cuando (jejeje).

«Veintitrés polvos y una barrica de vino»

«Veintitrés polvos y una barrica de vino»
Se puede debatir, hablar, contar… sobre cualquier espacio, pero hacerlo sobre una barrica, tiene su aquel.

Hay tardes que surgen de la nada, a las que se les saca un placer inesperado, con gente interesante y conversación sorprendente. O al menos eso pensaron cuando se juntaron aquellos cuatro, igual que el número de botellas de vino que podían meterse, si así se lo propusieran, entre pecho y espalda. Otra cosa sería el estado final de cada uno después de hacerlo. ¿Arreglarían el mundo? bueno, seguro que lo intentarían. 

Aquel día la velada empezó con un comentario, algo subido de todo, que derivó en un apasionado debate sobre el amor, la infidelidad, las relaciones amorosas y los tríos. 

La anfitriona, a colación del parloteo, recordó un cuento que había devorado no hacía mucho. Su lectura en voz alta fue el detonante para toda la conversación posterior.

Según su autor —lo siento pero no recuerdo su nombre—, cada persona tiene veintitrés polvos que echar en toda la vida. En el último te mueres. Por eso los protagonistas de ese lugar imaginario guardan celibato y practicaban la abstinencia como norma general. Al menos hasta encontrar a la persona que consideran ideal, y así hacer el amor para morir juntos. ¡Ilusos!, ¿y si la parte contraria ya ha tenido dos, tres, doce, o veintidós relaciones anteriores?

Hoy te propongo que abramos el mismo debate, así, ¡a palo seco!: ¿Qué te parece la idea? ¿veintitrés polvos? ¿Alguna explicación para ese número tan concreto? ¿Todos con la misma persona? ¿Cuentan cada uno de ellos o se refiere solo a aquellos polvos que, de una manera u otra, te han marcado? En este sentido ¿cuántos has echado?, ¿cuántos te quedan?, ¿alguna noche libre?  —jejeje, por si cuela—. Supongamos que llevas años con la misma pareja ¿cómo cuentas los polvos? ¿Todos ellos lo son? ¿Contarías esos entre los veintitrés que el autor propone? ¿Estarías perdiendo otras oportunidades?

Como dije al principio, arreglar el mundo es fácil, basta con sentarte, rodeado de buena gente, abrir un par de botellas de vino y empezar  a disparar a diestro y siniestro. 

En el grupo de la barrica, y los veintitrés polvos, esperamos tus respuestas.

Gracias por leerme.

«Al son de la música»

«Al son de la música»
En muchas ocasiones siempre hay una música que marca nuestra banda sonora.

Puntual, como suelo ser, estoy con la radio del coche encendida a la espera de que bajes. He decidido tomarme un par de minutos, para intentar de que no notes las ganas que tengo de verte, antes de hacer la llamada perdida, que habíamos convenido, para que supieras que ya estoy esperando y así bajes a mi encuentro. Después de tanto tiempo, ¡por fin!, hemos quedado para cenar.

Parado en la salida del garaje de tu edificio tengo la mirada ausente a la vez que canturreo la canción que suena en la radio. 

Al ver que ya pasan un par de minutos de la hora acordada, marco tu número —no me cuesta hacerlo, lo tengo en favoritos— y cuelgo. Ahora toca esperar. La música calma mis nervios. 

Suena aquella vieja canción de los Estopa que tan buenos recuerdos me trae. Imágenes de verano, de fiesta, de chicos y chicas disfrutando de la vida con algarabía y displicencia, como si no hubiera un mañana. Ya estamos maduros pero los recuerdos están ahí y hoy, aquella forma de ver la vida, sigue latiendo dentro de mi.

Veo que la luz de tu portal se enciende. Ya estás a punto de llegar. Me bajo del coche. ¡Tengo ganas de verte! ¿Ya lo he dicho?

Me apoyo en el coche y espero hasta que la puerta del edificio se abre. Lo primero que asoma es una pierna, pero lo hace en el preciso instante en el que suena el estribillo «Por la raja de tu falda…», como si fuera tu banda sonora. «¡Ay, mi madre!», no puedo pensar otra cosa. Mi imaginación vuela y…, se estrella. 

La que hace su aparición es la señora del cuarto, en bata, que me hace una carantoña al fijarse en cómo recojo la baba que se me había caído, al ver semejante muslamen. 

Tú vienes detrás, radiante, como siempre, con esas botas que tanto me gustan y con cara de «¿Qué te pasó?». «Entra en el coche, no tardes, que te vas a descojonar, en cuanto te lo cuente». ¡Fuerte imaginación más calenturienta la mía!

Gracias por leerme. 

«Los acordes de la vieja guitarra»

«Los acordes de la vieja guitarra»
Hoy tocó sacarte de la funda.

Aunque la ventana estaba cerrada, desde el piso de arriba llegaba el soniquete de aquella guitarra. Una tarde mas, el nuevo vecino, con el que yo todavía no había coincidido, templaba las cuerdas de su instrumento y de su garganta, ofreciendo un recital gratuito, que se colaba por el patio interior del edificio, en cada una de las viviendas. 

Sabía que mi vecina de planta aquello le rechinaba. Solía coincidir con su programa de cuchicheo, que según ella, era más instructivo que escuchar aquella vieja y cascada voz. A mi, en cambio, me encantaba. Yo disfrutaba del sentimiento que transmitía y me dejaba embaucar en sus melodías.

Solía cantar tangos, bachatas, cumbias, algún ballenato y boleros, muchos boleros. Sus ritmos me transportaban a otra época, a otros momentos de mi juventud en los que aquella música eran parte de mi día a día. 

Hoy la guitarra sonaba a lamento. Era verdad aquello que dicen de que la música es el reflejo del alma y, por lo que se oía, la de él, en un día como hoy, se mostraba atormentada. 

Disfruté un rato del dolor amargo de las letras de las canciones: «Bésame mucho», «Lo dudo», «Espérame en el cielo», «Tu me acostumbraste», «Noche de ronda», «Dónde estás corazón»… La lista era maravillosa. También me sabía todas aquellas canciones. Tocaba y cantaba una tras otro, sin apenas respiro entre ellas. 

En ese momento sonó: «Si tu me dices ven» ¡Era el momento!

Decidida subí los dos pisos que nos separaban. En la escalera apenas se escuchaba, pero la sensación era que aquellas letras eran una especie de llamada. 

Con mucha cautela, apoyé mi oido sobre la puerta a la espera de que sonará el último de los acordes. Entonces toqué. Él no tardó en abrir.

—Buenas tardes, yo soy…

—¡Pasa! —dijo apartando su cuerpo y dejando el camino libre—, ¿no te acuerdas de mi?, te estaba llamando.

Gracias por leerme.

«Microrrelatos para escapar de las cuatro paredes»

Pues seguimos en esto de los retos, los desafíos y la realización de distintas actividades para poder ir matando el tiempo que estamos recluidos.

En este caso me he apuntado a uno de escritura de microrelatos que plantea La Esfera Cultural, en su canal de Twitter (@LaEsferaCultural).

Tal y como ellos mismos describen la idea es bastante simple. Bueno eso a primera vista. Te aseguro que escribir un microrrelato en un solo tuit, 280 caracteres —sí, en esa cuenta se incluyen los espacios, las comas, los puntos…—, no es nada fácil, sobre todo teniendo en cuenta que un microrrelato, como cualquier historia, tiene que tener una presentación, nudo y desenlace. Además, este último, para que surta efecto, deber ser del todo imprevisto. No siempre lo consigo.

¿Un ejemplo? 

«— Papá, ¿te acuerdas el cuento de la gallina de los huevos de oro? Dijiste que el granjero la puso en una cama de paja y todos los días le ponía un huevo de oro, pero como el hombre quería más, la mató, la abrió y vio que no tenía mas huevos. Pues este es gallo y yo tengo hambre.»

La organización es sencilla. Cada día publican una imagen y, a partir de ella, hay que inventar su historia. 

Microrrelato publicado el día 11 de abril
Microrrelato publicado el día 11 de abril

Al final de todo eso, los mejores microrrelatos formarán parte de un libro en papel con el que podemos recordar este confinamiento como algo productivo.

Microrrelato publicado el día 10 de abril
Microrrelato publicado el día 10 de abril

Yo agradezco la iniciativa, pues es un buen ejercicio para mantener la mente activa y la imaginación fuera de estas cuatro paredes.

Microrrelato publicado el día 9 de abril
Microrrelato publicado el día 9 de abril

Si te apetece leer alguno más, o todos los que llevo publicados hasta el día de hoy, puedes entrar, participar, apoyar la iniciativa compartiendo… Quizás escriba un microrrelato pensando en ti, porque no sé hasta cuando duraremos de esta manera. Pero mientras me entretenga…

Gracias por leerme.

«Popeye el marino soy»

«Popeye el marino soy»
«Popeye el marino soy»

Soy de esa generación que creció viendo cómo, entre otras cosas, el experto marino, de nombre Popeye, de un puñetazo abría y se zampaba, con la pipa colgando a un lado de la boca, toda una lata de espinacas.

Uno de mis recuerdos y experiencias más importantes de la infancia es un curso de vela que hice en el antiguo, y hoy en día abandonado, Balneario. Allí también probé por primera vez las espinacas. Recuerdo que el cocinero nos gritaba ¡Vamos marineros!, ¡espinacas!, ¡como Popeye!, mientras nos sacudía un buen cucharón del potingue verde al que hacía referencia.  

Creo que aquel curso de vela fue de una semana de duración con pernoctación incluida. Toda una experiencia en la que me quedé prendado de aquel barquito, una pequeña bañera con vela —un Optimist—, que me hacía sentir como Popeye, o como un auténtico pirata surcando los mares.

Mi experiencia marinera no terminó ahí. Con el tiempo realicé otros cursos. Incluso ya empezada la Universidad, hice alguno en la Escuela Náutica de la propia Universidad de La Laguna.

En una ocasión invité a mi amigo Edu —nombre figurado, que él es muy tímido, y el más `normal´ del grupo— a navegar. El otro día lo rememorábamos. Recuerdo como lo dejé agarrando el barco —en aquella ocasión creo que era un Vaurien—, mientras yo devolvía la cuna a su sitio y cuando regresé, te aseguró que no habían pasado más de dos minutos, el ya había volcado tres veces y eso que estaba con un dos palmos de agua. ¡Bien nos reímos! El afirmaba que aquello era mucho para él, que no tenía que ver nada con Popeye. Intentó dejarme allí, varado, menos mal que me subí, cacé escotas y empezamos a navegar rumbo a la nada, para asombro de Edu, que cumplía las órdenes más por miedo que por confianza. Lo mejor es que tuvimos que regresar a puerto remando con el timón, y con las manos por la borda, porque nos quedamos sin viento, y sin barco de apoyo.

Con el paso del tiempo, las fiestas, el trabajo, los niños…, salir a navegar se fue quedando atrás. Aunque en casa siempre me lo recordaban y yo miraba con desconsuelo a los pequeños barcos abandonar la seguridad de sus muelles.

Las cosas del destino hacen que mi hijo ahora entrene, al menos un día a la semana, en el CIDEMAT. Así que…, ¡¿novelero yo?!, si es que solo hace falta que me enseñes un mechero para prenderme fuego, o como le ocurría a Popeye, lata de espinacas y todo para dentro. 

La vida son estas pequeñas cosas. He vuelto a navegar —para serte sincero estoy empezando de cero—, con la sensación de que es como montar en bici. El As de Guía me salió en un momento, cazar el foque es un juego de niños y orzar es parte de mi propia naturaleza. 

¿Sabes quién soy? FOTO DE @marhidalgow_ (Mar Hidalgo Willis)

Y, por si fuera poco, siguiendo los buenos consejos del amigo Popeye, he aumentado mi ingesta de espinacas, que con esto de la crisis de los cincuenta, empiezo a necesitar suplementos. Si no te lo crees este sábado y domingo pongo proa al horizonte ¿te atreves?

Gracias por leerme.