«Aquella preciosa pulsera de cuero»

«Aquella preciosa pulsera de cuero»

Hay tardes en las que Victor va a pasear a la orilla de la playa. Sin sentido mira para atrás, a veces sorprendido por una luz parpadeante, o por el sonido de un coche que le parece conocido o por una voz que él cree que le reclama. Victor acude a la playa en una búsqueda. Es un jóven soñador, con alma inquieta, creatividad desbordante y ganas de sorprender, a la que él llama “Preciosa” en todo lo que hace. 

Aquel día, mientras pasea por la arena sus ojos se detienen en un objeto que el mar, en el suave devenir de las olas, deja al descubierto. Es una pulsera de cuero marrón entrelazado, en cuyas esquinas brillan unos remaches de plata que emiten un brillo nostálgico. No lo piensa, la coge. Desde el principio siente una fabulosa conexión, una energía positiva que le une a ella. Al asirla comprueba que le encaja a la perfección en su muñeca. 

En cuanto se la pone una fabulosa visión, de unos ojos color miel, vienen a su memoria. Se siente abrazado por ellos, rodeados por el calor y la tranquilidad que aquel cuerpo, ahora etéreo, le transmite. 

Cada día, justo antes de salir de casa, se la coloca en su muñeca y vuelve a sentir aquella cálida corriente recorrer su cuerpo. Pero el destino es implacable y la realidad inevitable. 

De vuelta a su solitario apartamento, Victor se la quita de su muñeca y en muchas ocasiones las lágrimas brotan de sus ojos mientras recuerda los momentos preciosos que vive junto a ella, junto a su Preciosa, y que no sabe si podrá repetir.

 La pulsera se ha convertido en un símbolo de amor y pérdida, un recordatorio de que el tiempo es efímero y de que cada momento debe ser valorado. 

Él sigue soñando historias con las que transmite emociones profundas, desea volver a tocar aquel corazón, mientras pasea por la playa deseando escuchar su nombre y abrazar aquel deseo que ahora guarda en su corazón, y del que su pulsera es fiel recuerdo.

Gracias por leerme.

«El valor de una caricia»

«El valor de una caricia»

En un mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos, había una mujer llamada Sofía que conocía el valor de las caricias. Sofía era una persona de alma libre y corazón generoso que sabía que las caricias tenían el poder de sanar, conectar y despertar sensaciones inexploradas.

Sofía pasaba su vida abrazando y escuchando a otros con ternura. Para ella, las caricias eran un lenguaje universal que trascendía las barreras de la palabra hablada y comunicaba emociones profundas.

Un día, mientras caminaba por un parque, Sofía notó a un hombre solitario sentado en un banco. Su semblante triste y sus ojos apagados revelan una historia de pesar y soledad. Sofía se acercó sin titubear, dejando que su intuición guiara sus acciones.

Con delicadeza, Sofía posó suavemente su mano sobre el hombro del hombre. Sin pronunciar una palabra, transmitió una conexión silenciosa, un mensaje de apoyo y compasión. El hombre, sorprendido por el gesto inesperado, levantó la mirada y encontró los ojos cálidos y comprensivos de Sofía.

Las caricias de Sofía, llenas de empatía y calidez, despertaron en el hombre una chispa de esperanza. Sintió que había alguien que se preocupaba por él, alguien dispuesto a escuchar sin juzgar, a ofrecer consuelo sin pedir nada a cambio. En ese instante, las heridas emocionales del hombre comenzaron a sanar, y el peso de su soledad se aligeró.

Con suavidad aquel hombre se levantó. Se acercó a Sofía y con suavidad acarició las mejillas de la mujer. El cuerpo de ambos palpitó. 

La mujer, asombrada por recibir de su propia medicina, descubrió que cada caricia era un abrazo sin palabras, un bálsamo para el alma y una invitación a la intimidad emocional, que ella también necesitaba. Las caricias eran el vínculo que unía corazones y creaba lazos indestructibles entre las personas.

Sofía comprendió que no solo era importante, escuchar a las personas, dar caricias, sino también recibirlas y que alguien la escuchara y ayudara a ella. 

La pareja pasaba tiempo así, sintiendo que, a través de aquellos suaves toques, podían transmitirse amor, comprensión y aceptación. 

Las caricias se convirtieron en un recordatorio de que no estaban solos en este vasto mundo, de que el otro estaba dispuesto a estar presente y compartir un momento de conexión profunda, para siempre. Con ellas encontraban la paz y el sosiego para continuar luchando en este mundo apresurado y agitado, donde el contacto humano a menudo se reduce a breves saludos y apretones de manos.

Gracias por leerme.

«Si el mar fuera yo»

«Si el mar fuera yo»

Poco hablo de mi. A veces mis historias, estas que lees en esta esquina, intuyen alguno de mis rasgos o de las cosas que hago. Tanto es así que hay quien lee y siempre se pregunta si lo que escribo es real o inventado, vivido en mis propias carnes o imaginado. Sabes que nunca respondo esa consulta. Sobre este respecto estoy convencido de que cada cual debe sacar sus propias conjeturas. 

Creo que por ello, hoy hablaré de mi. Así que sí, lo de hoy puede que sea verdad.

Para empezar debes perdóname si, como dice la canción, en estas líneas me apetece compararme con el mar… Si es así, si disculpas mi atrevimiento, tú serás el cielo. De esta manera ambos seremos igual de azules. 

No puedo mentirte, soy como el mar, calmo o bravío.

Me conoces bien, por lo que no te extraña ver cómo hay días en los que me levanto como una ola espumosa, cargada de energía, fuerza y belleza. Otros, por el contrario, me despierto en calma, acunando al ritmo del vaivén de mis propias olas, ahora convertidas en palabras. En ambos casos, nada garantiza el final de la jornada. 

Hay días que, como todos, en los que jugamos en la orilla, o nadamos sin preocupaciones. Otros, por el contrario, me rompo chocando mis olas contra las rocas o los acantilados de la vida, de la costa. Pero somos agua, somos y soy mar. Tarde o temprano el líquido elemento vuelve a la calma, recupera su espacio y su latir. 

También lloro, a veces me ayuda. Las lágrimas se convierten en esas gotas rebosantes que salpican, que bañan el desasosiego para ocupar el espacio que otros sentimientos han dejado vacío. Pero como el fuerte oleaje también pasa.

Siempre vuelvo al mar. Me gusta buscar la calma, aún cuando está embravecido, buscar la paz en el horizonte con mi mirada, encontrarte en él. Allí estás. Siempre estás.

Sí, me gusta jugar a ser el mar, a mojarnos juntos, mecerte en mis brazos, que notes mis caricias, que me ayudes a calmar la tempestad y que estés conmigo, también en la arena, al refugio del abrazo sobre mi pecho, pues toda galerna pasa. 

Gracias por leerme.

«El farero de Isla Corazón»

«El farero de Isla Corazón»

A Alberto siempre le atrajeron los faros. Hace un par de años se compró un libro, un pequeño atlas ilustrado, que explica la geolocalización e historia de algunos de los faros más emblemáticos del mundo. En ese momento supo que no le importaría pasar una temporada trabajando en uno de ellos. Evidentemente no podía ser en aquellos faros expuestos en el libro, tan lejos y peligrosos, así que “se conformó” con hacerlo en el faro de Isla Corazón, cuya plaza había quedado vacante. 

Ese es un faro pequeño, levantado en la cara norte de un islote con esa más que evidente forma, que a su vez está situada en la parte más saliente de unos peligrosos arrecifes. 

La pequeña isla, a sotavento, tiene un pequeño atracadero, hecho de piedra, bien protegido de los azotes del mar y el fuerte viento reinante,  en el interior de una pequeña y cerrada cala rodeada de altos acantilados. Un estrecho y empinado sendero une esos dos únicos puntos de relevancia de Isla Corazón. 

Una vez en semana, una pequeña falúa se acerca, si el mar lo permite, para llevar provisiones a Alberto. Ese momento, y su más que fallida conexión a internet, son los contactos que el farero tiene con el mundo exterior. 

El día a día pasa rápido. Las labores de mantenimiento, del hogar, la hora de gimnasia diaria, la lectura, y el ratito que se conecta a Instagram para contestar a sus seguidores, hacen que el tiempo pase ágil. En soledad, pero ágil. Aún así Alberto reconoce que es muy duro estar solo, pero su necesidad de vivir una aventura le pudo. 

En tierra firme mantiene una historia real. Uno de esos corazones, con los que marcan sus fotos, corresponde a la persona que quiere que él regrese, que se mantenga a su lado, que deje esa vida. Él también lo está deseando. Esperan el día en el que ambos estén preparados y sabe que, el día menos pensado, esa falúa de suministros llevará un corazón rojo en proa, indicando que ya es el momento de dejarlo todo por ella

Gracias por leerme.

«Una copa medio vacía»

«Una copa medio vacía»

Creo que Matías no es como tu o como yo. El siempre ve la copa media vacía. O eso me cuenta. 

Ayer quedé con él. Me llamó. Tenía ganas de hablar, de no estar solo, de contarme las cosas que está viviendo. Yo estaba en las mismas, así que, ¿por qué no?

Pasamos un par de horas de cháchara. Tranquilas, disfrutando de un vino, la tranquilidad de la tarde, con alguna risa y con un montón de historias con las que ponernos al día. Después de escucharlo y, una vez en la distancia de mi propia soledad, creo que su perspectiva es diferente y, a lo mejor, es buena idea esa suya de ver la copa medio vacía. 

Había mandado la foto a María –menos mal que ella no me lee, o eso creemos, pues la reconocería–, en un momento de silencio y tristeza por no estar con ella, intentando que le reaccionara con un «Yo también te echo de menos», «Me gustaría estar contigo», «Espérame que voy» «Abre que estoy aquí»… Según me dice, se conforma con poco. 

En el mensaje, además, le recordaba lo felices que habían sido en la complicidad de su espacio, el día anterior, los días anteriores, cada vez que se ven. Como si a ella le hiciera falta ese recordatorio. En fin, imagino que Matías también tiene sus miedos y sus propios fantasmas que lo atormentan cuando está solo. Ella ahora está fuera y no puede acompañarlo. Él lo sabe, lo entiende, disfruta, a duras penas, de la copa medio vacía, la piensa, la desea.

Según me contó, la echa mucho de menos, aunque sabe que no pueden estar juntos todo lo que ellos quisieran. Así es la vida. En esas enciende la vela, por eso media la copa. Para él, cada vez que se unen, cae una gota en la copa, cada vez que se envían un mensaje, cae una gota en la copa; cuando se abrazan, caen varias gotas; cuando se besan, caen varias gotas; cuando comparten sus cosas, caen varias gotas… Por eso le gusta servir y ver la copa medio vacia, para poder llenarla cuando está con ella, eso sí, con el vino que a los dos le gusta, el que cambia de sabor y mejora notablemente, en cuanto lo comparten con sus labios, en un beso largo, tranquilo y sensual, que casi siempre pretende ser el último y que casi nunca lo es, pues les cuesta separarse. 

Para Matías, la copa medio vacía, es la vida que le queda con María, toda una vida. Ahora, que en la tranquilidad de mi soledad, pienso en sus palabras…, me serviré mi propia media copa de vino y brindaré por ellos, por su amor casi imposible, para que logren llenar sus vidas con besos, más momentos, abrazos, confidencias, amistad…, o mantenerlas medio vacías de igual manera, con besos, más momentos, abrazos, confidencias, amistad…

Gracias por leerme.

«El triste gesto de su cara»

El libro que leía había llegado a sus manos por puro azar. Avanzaba entre sus páginas de manera fugaz, deseando continuar y a la vez que no terminara. Cada capítulo era una sorpresa. La vida de los protagonistas parecía un relato sacado casi de su propia vida. 

Ya casi había oscurecido cuando necesitó apartar la vista de aquellas letras. Encendió la pequeña lámpara de lectura y, casi en el mismo momento, sintió un pequeño escalofrío, como el suave revoloteo de una pequeña mariposa en su estómago, que le hizo atender a lo que ocurría en el descansillo del edificio.

Desde su cuarto sintió cómo se abrían las escandalosas puertas del ascensor, aquello le extrañó, pues conocía las costumbres del vecindario, y a aquella hora no era normal que nadie llegara. 

La luz del pasillo se encendió y el eco producido por un taconeo tímido, como de quién busca sin estar seguro dónde, ocupó el silencio del edificio. No tardó en escuchar el traqueteo de unos dedos contra su puerta. No esperaba a nadie así que se acercó con sigilo. 

Acercó su ojo a la mirilla para descubrir que, del otro lado, la estaban tapando con un dedo. Entonces lo entendió. Su estómago se encogió mientras que el tamborileo de los dedos se repetía, en esta ocasión acompañado de su voz: «Venga bobito, abre ya, que sé que estás ahí». No se lo podía creer. Miró sobre la mesa en la que había dejado el libro que hasta hace un momento leía sorprendido para ver cómo, en aquella ocasión la sorpresa, se hacía realidad y no era una cosa de literatura.

Gracias por leerme.

«Un deseo para toda la vida»

«Un deseo para toda la vida»
Hay personas que, sin querer, nos gustaría que estuvieran a nuestro lado.

Las últimas horas del sol de otoño nos permiten acercarnos a la playa a jugar y descansar, sin tostarnos o pasar mucho frío. Eso había pensado MaríCarmen cuando se le ocurrió coger todos los bártulos y llevar a su hija a la orilla del mar aquella tarde. 

La semana había sido agotadora y necesitaba tomar aire a la vez que la niña se entretenía. La playa era la solución perfecta ya que las dos podrían disfrutar de un momento de tranquilidad y, lo normal, era que Sonia jugara con su cubo y su pala, sin dar mucha lata. 

Así fue, según estiraron la toalla sobre la cálida arena, la niña pareció entrar en un trance de felicidad y se puso a construir un castillo de arena mientras su madre se tumbaba sin quitarse la chaqueta del chándal, para así tomar el sol, al menos en las piernas. Ninguna de las dos había reparado en la presencia de aquel hombre que se encontraba tumbado leyendo en la arena. Él sí se había fijado en ellas. 

No hizo falta que pasara mucho tiempo para que la respiración de MariCarmen cambiara. El cansancio había podido con ella y, con la ayuda de la suave brisa y el calorcito del sol, se había quedado dormida. La niña, de apenas tres o cuatro años, a su lado, se dio cuenta, esperó a que estuviera dormida para coger el cubo y, sin decir nada, dirigirse a la orilla para llenarlo de agua. Julián fue tras ella. 

Pasaron apenas veinte minutos. MariCarmen despertó. Adormilada, sin saber muy bien cómo, se encontró rodeada de un círculo de piedras y Sonia no estaba a su lado. Tras el sobresalto inicial, el aturdimiento que provoca despertar de un sueño inesperado y el susto por no encontrar a la niña, escuchó aquella voz masculina: «Tranquila, la niña está ahí cogiendo más piedras.» 

Ella se levantó sin saber qué había pasado. Sonia, al verla, gritó de alegría y corriendo parecía que se dirigía hacia ella. Su madre se agachó para recibirla entre abrazos, pero la niña se lanzó sobre Julián. «Gracias por ayudarme», le dijo dándole un abrazo. El hombre, sorprendido, acarició la cabeza de la niña, miró a MariCarmen y le contó lo maravilloso que había sido aquel rato. 

Julián se marchó con una sonrisa, MariCarmen no salía de su asombro y Sonia contó a su madre que aquel hombre la había salvado, que era su Ángel de la guarda, que quería estar siempre con él.

Los tres volvieron a verse, también en la playa, pero ya la historia avanzó en la relación entre los dos adultos, con la niña de testigo perenne. 

Gracias por leerme.

«Hacia el Roque de basalto»

«Hacia el Roque de basalto»
Un roque, un camino (Foto realizada con mi teléfono móvil)

Durante una de esas caminatas, en las que pretende abandonar el ruido y el devenir del día a día, de lo más profundo del bosque emergió una especie de rugido que, en un primer momento, le heló las entrañas. Duró apenas un instante, pero fue lo suficientemente intenso como para ser sentido, hacer parar la marcha y desviar la mirada hacia la dirección de la que provenía. 

Tal y como lo percibió, aquel sonido desapareció. Con algo de dudas, pues no era normal escuchar algo así, decidió continuar la marcha. 

Apenas unos cientos de metros más adelante, un nuevo lamento, surgió de la arboleda. La mirada ágil en aquella dirección le permitió descubrir el movimiento de alguno de los pinos, tras los que, sin duda, algo se escondía. La única solución, acelerar el paso. 

El destino era el Roque de basalto que ya se podía ver al fondo del camino. Todo parecía complicarse. Una ligera bruma empezó a ascender la ladera, ocupando el cauce seco del barranco y amenazando con taparlo todo para dificultar la visibilidad. Para más infortunio, el camino se estrechaba, como lo hacen todos en algún momento de la vida, dificultando el paso. Por suerte, unas barandillas de madera, recién instaladas, brindaban algo de seguridad al caminante, protegiéndolo de una más que probable caída. 

Un nuevo estruendo, seguido de un llanto, de una pena y de un quejido de dolor, hicieron que el paso fuera seguro y cada vez más potente.

El ritmo conseguido y la firmeza del transeúnte hicieron que poco a poco, a cada zancada que daba, aquella situación quedara atrás y es que, a veces, el ruido y el devenir de los días nos absorben tanto que intentan rodearnos y llenarnos de miedos. Basta buscar algo de soledad, algo de libertad, un Roque hacia el que caminar, o un sendero que recorrer, para descubrir que podemos superar todas esas disonancias que nos rodean. 

Por suerte soy de esos que, como terapia, tienen la montaña y, con eso, me ahorro una pasta en psicoanálisis. 

Gracias por leerme.

«¿Arrepentido de verdad, o solo a medias?»

En noches como la de hoy, si es que se le puede considerar así, no es fácil mirar por la ventana.

Ellos están ahí dentro, hablando, riendo, calentando la cena…, mientras yo me quedo fuera de sus mundos, observando, gracias a los grandes ventanales que ella quiso colocar en la casa.

Comienza el frío. Mis huesos empiezan a notarlo, imagino que por la edad, o porque en realidad no son horas de estar aquí fuera recibiendo todo el sereno de la noche.

Llevo rato parado, mirándolos sin ser visto, oculto tras el árbol del jardín. La falta de luz oculta mi cuerpo –por lo que veo una de las lámparas que ilumina esta zona está fundida. Me dan ganas de intentar arreglarla, pero esa labor no me corresponde, además no sé hacerlo–,  y la ignominia a la que parece que estoy destinado, ayuda a mi invisibilidad. 

Tengo que superar este momento. No puedo seguir así –sobre todo porque tengo que miccionar. Ya sabes, tanto frío…

Tras un pequeño momento de meditación personal, en el que, además de vaciar la vejiga, me relajo al rozar mi cuerpo contra la corteza del árbol, entiendo que no voy a llegar a ningún sitio y algo tengo que hacer para que me perdonen y así poder volver al calorcito interior de la casa. 

Una vez separada el agua del aceite puedo comprender que su enfado tiene razón de ser. Que lo hice mal y que, en verdad, mi comportamiento no fue del todo apropiado.

Como buen animal de compañía bajo las orejas, meto la cola entre las piernas y me acerco a la puerta de corredera de la cocina. 
Basta un pequeño ladrido para que entiendan que tengo frío, que estoy pidiendo perdón. Me dejan entrar, además me acarician las orejas. Mi cola se mueve ágilmente de lado a lado sin poder pararla. Recibo alguna palabra amable.

Parece que no se han enfadado mucho por haber destrozado esa zapatilla. ¡Qué suerte tengo! Desde aquí ya puedo ver la otra. Quizás más tarde…

Gracias por leerme. 

«Espejito, espejito mágico»

«Espejito, espejito mágico»
Los espejos siempre encierran secretos.

Lucía siempre escuchó cuentos de brujas y hadas. Tanto fue así que consiguió su propio espejo mágico. ¡Si!, uno de esos que vive en los cuentos, que devuelve a su dueña la imagen que quiere, o la que tiene que ver, aunque en realidad…

Cada mañana, nada más levantarse, Lucía se mira, se deleita, se saluda con mucho cariño. Cada noche se sienta frente a él y comienza el ritual de cepillarse el pelo, al menos cien pasadas por cada lado, tal como le hacían a Blancanieves, o la princesa de…, da igual. Eso que tanto había visto y escuchado en los cuentos.

A su espejo le hacía sus preguntas, consultaba sus movimientos, buscaba su sueño. Por fin consiguió que un chico se convirtiera en su pretendiente. Parecía el típico príncipe azul: atractivo, trabajador, con futuro, simpático, hacendoso…

Ella lo fue engatusando. Las armas de mujer eran su especialidad y, cada mañana y cada tarde, recargaba sus energías contemplándose en aquel espejo, que le devolvía las instrucciones necesarias para poder tejer la fina tela de araña con que atraparlo. 

Los días pasaban con sosiego. Ella conseguía quedar con él un día, para después dejarlo olvidado durante cinco, escribir un mensaje alentador al sexto y… Era una auténtica experta en el arte del enamoramiento.

El día llegó. Él no dejaba de pensar en ella y de aquella propuesta de cena que sin duda se presentaba como la culminación de la fase de enamoramiento en la que estaban viviendo para, a partir de aquel día, empezar una auténtica relación. 

La invitación era en casa de ella. Él tenía que llevar el vino y, según las propias palabras de Lucía, ella lo ponía todo, incluso el postre. Esto último se lo dijo usando un tono lujurioso.

Cuando llegó a su casa cumplió con el protocolo. En todo momento se comportó como el caballero que era. Sirvió el vino, degustó de la sabrosa cena que Lucía le había preparado. Ella se insinuó y con pequeños juegos y artimañas lo llevó hasta su habitación. 

Tras el primer beso, las constantes carantoñas y abrazos, Lucía descubrió que había olvidado tapar su espejo mágico y, como ocurre en todos los cuentos, este devolvió su verdadera imagen. 

El chico se percató enseguida y, como si de una cenicienta se tratara, salió corriendo de la casa, al descubrir que, en realidad, su tan apreciada lucía, era una víbora dispuesta a todo por conseguirlo. 

Logró escapar de sus brazos, sabe que no le convenía mantener esa relación con ella, pero, aún en día, la sigue añorando, no ha logrado olvidarla, ni saber dónde perdió uno de sus zapatos. 

Gracias por leerme.