«Sueños con sabor al color de tus ojos»

«Sueños con sabor al color de tus ojos»

Hoy quería contarte una cosa. Imagino que no te la esperas, aunque sí hace mucho que lo sabes, pero las palabras, al menos las que salen de la boca, siempre cuestan más decirlas por miedo al error. 

Después de pensar mucho, de darle muchas vueltas a mi cabeza, veo que tus ojos pardos tienen cierto parecido al color de la miel. 

Ayer mismo, anoche sin ir más lejos, soñé con ellos. Quería tenerlos cerca para no dejar de mirarlos, para poder acariciarlos con cada pestañeo. Soñé que podía besarlos toda la noche, que nada nos paraba ni nos lo impedía. 

La sorpresa fue al despertar. Era de madrugada, aún el sol no se había despertado y el silencio reinaba. Evidentemente tú no estabas, pero mi boca, mis labios, sabían al mismísimo néctar que había comido de tu boca, y de tus ojos, apenas unas horas antes.  

Ahora ya es otro momento, otro instante. Vuelvo a soñar con tenerte a mi lado, con acariciar tu mejilla sonrosada, con fundirme en ese color de tus ojos y que tu mirada se enrolle en tu cabello buscando mis labios, creando esa cortina de pasión. 

Rememorar el momento hace que el dulzor vuelva a mi boca, quizá porque el corazón sabe cosas que aún no ha querido contarnos, quizás porque conoce ese sabor tan delicioso que dejas en mi.

Así estamos. Deseando que llegue el momento del próximo encuentro, la hora de volverte a ver, de volver a juntarnos porque la vida es una y queremos vivirla. No me conformo, no, lucho por ello con pasión y todas las ganas; no me rindo.

Mientras eso ocurre solo espero que te envuelvas en las palabras, en los mismos deseos, en que el mismo sabor dulce de tus ojos y tus labios te lleguen para poder soñar y descansar hasta que cumplamos el próximo sueño.

Gracias por leerme.

«El silencio que les une»

«El silencio que les une»

Las tardes de domingo están pensadas para estar en calma. Las opciones son múltiples: un cine, un café con amigos, un paseo por el parque… Paula y Miguel, amigos desde siempre, hoy mrrhan decidido coger el coche y hacer kilómetros en busca de un lugar tranquilo. 

El destino, o la casualidad, o quizás el subconsciente de Paula, que era la que conducía,  quiso que terminaran en una vieja finca abandonada donde ella, siendo niña, solía pasar muchos fines de semana, en compañía de sus familiares. La casa, el terreno, el trastero, y hasta la pequeña casa en el árbol, todo, se había perdido. Por el contrario, sus recuerdos afloraron con entusiasmo nada más bajarse del coche y plantarse en la linde del lugar. 

Emocionada se puso a contar a Miguel, las cosas que hacían, dónde estaba la hamaca que tanto le gustaba… Ella narraba todo aquello con mucha pasión, mezclada con algo de tristeza, al ver cómo estaba todo. Se veía correteando por allí con treinta años menos… Ahora reinaba el silencio.

Aquellos recuerdos, tan íntimos, también emocionaron a Miguel que notó como su amiga le contaba, en plena confianza, los recuerdos de su infancia. No pudo por menos que pegarse a ella y abrazarla con cariño. Se sorprendió. Le gustaba mucho el calor de aquel cuerpo. Le alteraba el delicioso aroma que desprendía… Le descolocaba. 

Ella, sin soltarse, ni permitir que él lo hiciera, en silencio, giró su cuerpo para encararse. Se miraron directamente a los ojos, a apenas unos pocos centímetros. No se hablaron, el silencio se adueñó del momento durante un tiempo del todo indefinido para ellos, no pudieron evitar besarse. Ambos sabían que cruzaban una línea difícil de retornar a su lugar, pero, pese a tener  pactado mantener las distancias,  ambos se morían de ganas por los labios de otro. Así lo hicieron. Sabían que estaban en el lugar correcto y con la persona correcta. Otra cosa era lo que les rodeaba.

Gracias por leerme.

«Una camiseta para dos»

«Una camiseta para dos»

Esta tarde llueve. Lo hace con ganas. Julia llega empapada a casa. En la puerta es recibida por Antón, como siempre, con mucho mimo. Nada más verla le acerca unos calcetines calentitos, para que pueda descalzarse, una toalla para que pueda secarse el pelo y una camiseta de manga larga, de las de él, la que a ella le gusta, para que pueda desvestirse. Esa relación que tienen les permite ciertos privilegios que en otros casos ninguno de los dos se atrevería a asumir. 

Igual de mimada que es recibida en el umbral, también lo es en el resto de la casa. Julia accede al cuarto de baño, no sin antes acariciarle la mejilla a Antón, darle un beso y agradecer la bienvenida, no solo por la ropa para el cambio, sino por haber preparado la mesa y tener todo listo para recibirla: velas, mantel, un centro de flores, dos copas de vino, algo de comer… música ambiente.

Al salir del cuarto de baño, ella se queda parada en la puerta. Lo contempla. Sonríe, mientras asombrada mueve la cabeza negando sus propios sentimientos. Piensa: «Qué voy a hacer contigo». Él, sentado cómodamente en el sofá, anda distraído con el móvil, no se da cuenta de lo sucedido y de que Julia, con su cotidiano sigilo, se acerca. 

Justo cuando está frente de él, Antón contempla aquel par de piernas que la larga camiseta no es capaz de tapar. Sorprendido levanta la cabeza. la mira directamente a los ojos. También le sonríe. La desea y ella lo sabe. 

Julia lo despoja del móvil, que deja suavemente sobre la mesa y, a horcajadas se sienta sobre él. Vuelve a acariciarle el rostro. Él, apocado, se deja hacer. Con suavidad coloca sus manos y acaricia los muslos que ahora han quedado al descubierto. Ella lo abraza con fuerza. Ël responde de la misma manera. Ninguno de los dos dice nada. No hace falta. Saben qué es lo que quieren.

Julia se despega. Con tranquilidad le besa la oreja, el cuello, lame su cachete, para después besarlo con pasión e introducir su lengua en su boca, buscando la humedad de la de él. Antón cierra los ojos. Es incapaz de abrirlos. Quiere disfrutar de ese maravilloso momento en el que ella deja caer su pelo sobre su cara. Le chifla ese hormigueo, le gusta cómo le eriza todo el cuerpo. Sus manos buscan la espalda. La cosquillea paseando las yemas de sus dedos sobre la ahora cálida piel de su pareja. Ella se arquea. Su cuerpo se excita y le deja hacer. Sus manos exploran el cuerpo mientras continúan besándose. 

Los olores y sabores de aquellos dos cuerpos se entremezclan. La única testigo de aquel encuentro será aquella larga camiseta, que a partir de aquel momento, deseará volver a ocupar el cuerpo de su nueva dueña para revivir los apasionados momentos.   

Gracias por leerme.

«Tocar La Luna»

«Tocar La Luna»

El efecto que La Luna hace en su persona era algo que ya conocía. Ver aquella luna tatuada sobre aquel hombro le despertó deseos parecidos a los que le ejerce el satélite: querer tocarla, volar hasta ella y flotar en el espacio en un intento de aferrarse en sus curvas. 

Como si del verdadero satélite se tratara ella se movió a su alrededor dibujando una elipse, a modo de órbita, sin apartar la mirada, pero sin permitir el más mínimo roce. 

Así estuvieron buena parte del tiempo. Bailaron un rato, hablaron otro tanto y se rieron de la vida y de sus propias personas de manera entretenida.

Ligeramente avanzada la noche, ella, sin mediar palabra, ni una mínima despedida con la mano, ni tan siquiera una mirada furtiva, como si de un eclipse se tratara, simplemente desapareció. No se volvieron a ver, pero aquella luna quedó en su retina.

Semanas después de la experiencia la volvió a ver. Ella, su hombro y la media luna tatuada volvían a mostrarse, ocupando, eso sí, el espacio estelar de otra persona. Pero allí estaba, riendo, confesando buenos, malos e íntimos momentos. Se reconocieron y saludaron. 

Desde su observatorio él se quedó contemplando. No le quedaba duda de que era el ser con el que le gustaría compartir sueños, noches y estrellas. Aquella casualidad era la que le había descubierto la manera de acercarse para intentar volver a conectar.

Conocía el ciclo de los movimientos de la persona en común, por lo que le bastaba con esperar y dejarse ver. No tardó. Le contó lo que le había ocurrido, lo que había sentido y la amiga, quizás conocedora de algún otro dato, facilitó el reencuentro. 

La noche brilló. La conexión fue instantánea. Tras asegurarse de que los sentimientos podían ser mutuos. Bastó con enseñarle la impresión de la tierra, que se había hecho en su hombro izquierdo, para hacerle entender que aquella luna, la que ella lucía en el mismo lugar, y que tanto le había atraído, ya nunca más iba a estar sola.

Desde aquel momento ella pasó a ser la persona que movía sus mareas, la que alteraba su sueño en las noches de plenitud y la que le ayudaba a soñar con tocar La Luna cada noche.

  Gracias por leerme.

«Las palabras que el viento te lleva»

«Las palabras que el viento te lleva»
¿Qué le pides al viento?

Aunque ya estamos en otoño parece que el viento aún no quiere acompañarlos. Alberto lo necesita, sabe que es así, utilizándolo, como lo hacían los antiguos, la mejor manera que, a partir de este momento, va a tener para comunicarse con Ella. 

Alberto está en su coche, aparcado en aquel mirador que un día significó algo. Está tranquilo, esperando, viendo el cielo y deseando que por fin sople la brisa para poder enviar un deseado mensaje. 

Con los ojos abiertos, y el corazón alterado, como le ocurre cuando están juntos, sueña con que, cuando el suave ulular crepite sobre la ventana de la casa de Ella,  pueda decirle que él está allí, esperándola. Pero el viento no hace caso. Hoy no quiere soplar. 

Sin esperarlo el aroma de su perfume llega a su olfato de manera sutil. Es Ella. Alberto intuye que Ella se ha asomado al balcón. Esa ligera brisa que proveniente del mar se la acerca.

Abre la puerta y se baja para poder hablar mejor. De esta manera espera que cada una de las palabras que quiere decirle le lleguen sin cortes ni interferencias. Confía en el viento, ya no le queda otra forma de hablarle. 

Son muchas las cosas que quiere decirle, pero lo más importante es que, a la melodiosa brisa, le pide que a Ella le permita seguir sintiendo las suaves mariposas que le revolotean en el estómago cuando cada mañana se saludan. Le solicita ayuda para recibir el beso volado o el deseo de una abrazo furtivo, a la espera de encontrar el mejor momento, para hacerlo como a ambos les gusta.

Pero el viento es puñetero y, a veces, sin previo aviso, rola dificultando el rumbo que tenía previsto, o simplemente cesa y dejando al pairo cualquier maniobra. Alberto no sabe si, en esta ocasión, el viento cumplió su trabajo. O si ella sonríe al escuchar su suave susurrar en sus oídos con tantas palabras aún por decir. Tendrá que esperar a que Ella le diga algo. 

Gracias por leerme.

«Un libro para Carlos»

Un libro sirve para algo más.

Las nuevas redes sociales llevan su tiempo de aprendizaje. Carlos lo intenta a ratos, como buenamente puede y siempre gracias al ensayo error –no es que se le dan muy bien estas cosas–, publicando algunas fotos de sus actividades, brindando likes a sus contactos y añadiendo algún que otro comentario a las mismas.

Aquel día se sorprendió al recibir una solicitud de amistad, de una tal Ana82. Era algo a lo que no estaba nada acostumbrado, pues conocía personalmente a todas sus amistades en la red y, además, intentaba mantener un contacto estrecho con cada una de ellas. Nunca aceptaba a gente que él definía como “de paso”. 

En aquella ocasión, sin saber muy bien el motivo, la solicitud le llamó la atención y se atrevió a romper con su costumbre e intentar descubrir el motivo por el que aquella preciosa mujer –suponiendo que la foto fuera real–, quería contactar con él. 

Entre las averiguaciones que pudo hacer vio que tenía una amistad en común, Ratona19, así que, decidió contactar con ella para ver quién era la solicitante. 

Todas las referencias eran fabulosas. La historia es que Ratona19 y Ana82 se conocían desde hace tiempo y hacía unos pocos días habían estado cenando y de copas juntas. La conversación entre las dos chicas hizo que Ratona19 le contara cosas de su amigo Carlos. Ana82 sintió curiosidad y, sin motivo aparente, y envalentonada por el exceso de gintonics, los vítores y los lances de su amiga, allí mismo le pidió amistad, pues según su amiga, son muchas las cosas que tienen en común.

Al ver el mensaje de Carlos, Ratona19 hizo de buena vendedora, o quizás de  casamentera, pero lo cierto es que el chico aceptó la amistad. Es más, se la solicitó a ella también.

Hoy, precisamente hoy, es el día en el que se verán físicamente por primera vez.

Han quedado para tomar un café, aunque a Carlos no le gusta nada, es más de cerveza, pero no quería dar sensación de borracho. 

Para reconocerse, por la cercanía del pasado día del libro, y para así poder hablar de algo, en caso de no tener tema de conversación, han decidido llevar bajo el brazo un libro, que tendrán que presentar y prestar al otro.

En caso de gustarse esta será una buena excusa para volverse a ver. Carlos no sabe qué libro llevar. 

Es tu turno: ¿Cuál le recomendarías?, ¿puedes explicar el motivo? Que sepas que no valen los míos, ambos se los han leído. Es una de las cosas que tienen en común y espero verlos a ambos, y a tí, este fin de semana en la FERIA DEL LIBRO del PARQUE GARCÍA SANABRIA.

Gracias por leerme. 

«Una tarde de gimnasio»

Hay historias de gimnasio.

Al gimnasio se va a sudar, pero hay tardes en las que, además del ejercicio esperado, se descubren otros que se guardan en el más absoluto de los secretos. 

Las chicas siempre acuden con sus mallas apretadas y sus escotes. Esto hace que siempre haya una mirada que cruza el camino del deseo, y un comentario que anima a que el ambiente se caldee un poco más. Esto se hace más entre ellas, los chicos solo miran y callan, pero ellas, a viva voz: comparan la forma de sus nalgas, o el tamaño de sus pechos, o la marca que deja sus pequeñas bragas en los apretados pantalones de entreno. 

El calor, tras la realización de los distintos ejercicios, hace que sus cuerpos sudorosos comiencen a relajarse permitiendo posturas y situaciones que el entrenador disfruta desde todas las posiciones. Desde mi ubicación asisto como espectador de lo que allí ocurre. Veo como hay manos que agarran cinturas, para corregir una posición incorrecta, mejorar un movimiento… Ellas se dejan hacer, él sonríe. Yo sufro la actividad. 

Tras los tiempos estipulados entre ejercicio y ejercicio se puede observar cómo los deseos van en aumento. Los pezones toman forma, fruto del aumento de la temperatura. Las palabras del grupo giran en torno a retorcidos deseos de encontrar cuerpos como aquellos que den calor y vigor a sus miembros. Las alusiones a los culos duros también son una constante, como las marcadas abdominales o la falta de ellas en cuerpos que, aún así, son apetecibles.

Llega el momento en que las miradas se cruzan y una pequeña señal, imperceptible para quien no mira, es emitida. Giro rápidamente mi mirada y disimulo. Sé que el no llevar mis gafas puestas me da garantías, todas saben que sin ellas no veo. Pero la señal está hecha y, si no me equivoco, la aceptación de la misma también. 

Cuando la clase termina hay quién se queda un rato más, quién sale a correr, quién comienza empata otra clase y quien, intentando escabullirse sin que nadie más se de cuenta, se escapa a los vestuarios. A esa hora pocos, o casi nadie, los utiliza. 

Sospechando lo que ocurre, sobre todo tras ver cómo una de las chicas desaparece, sin tener en cuenta que las ventanas devuelven el detalle de su reflejo quién lo observa, entro con sigilo. El agua corre en una de las duchas y dos personas, ella es una, disfruta de un momento de ejercicio extra. 

Gracias por leerme.

«La sonrisa de Papá Noel»

El frío es considerable. Fuera de la casa hay una fuerte ventisca que los meteorólogos, como es habitual, no supieron predecir. Según habían comentado en el telediario “la confabulación de una serie de circunstancias particulares y poco comunes han producido esta situación de baja presiones y, por lo tanto…”, aquella tremenda tormenta de nieve y viento.

Todo estaba preparado. El trineo de Papá Noél estaba cargado hasta los topes, los renos peinados y engarzados en sus posiciones. Rudolf, como guía de todos ellos, se mostraba impaciente, pues sabía que un retraso de aquella magnitud podría provocar una catástrofe a nivel mundial.

En el puesto de mando los elfos encargados de autorizar el despegue suspiraban y daban pequeños golpecitos a las pantallas y radares de la base, a la espera de descubrir, o incluso provocar con su toque mágico, una pequeña ventana de buen tiempo, que permitiera la salida y el comienzo del gran reparto de regalos de Papá Noel. Por el momento, esa situación no se daba. La preocupación era inmensa.

En la gran cabaña, el ambiente era otro. El viejo barbudo, conocedor de la inclemencia del tiempo y de las pocas posibilidades que tenía de volar, se arrimó a mamá Noel y buscó su calor. Parecía mentira cómo, aún con los años que habían pasado juntos, era capaz de seducir y realizar aquellas singulares posturas. 

Tras el escarceo amoroso, Papá Noel, comenzó a silbar y su adorable esposa comprendió que había llegado el momento. Solo tenía un minuto para el despegue, así que no le importó hacer el viaje con los pantalones como los llevaba, del revés, pese al gran cachondeo y vítores que les profirieron todos los elfos tras el gran beso, con lengua, que se dieron como despedida en el portal de su casa. La gran sonrisa posorgasmo era la señal.¡Despegaban! La magia daba comienzo.

Gracias por leerme. ¡FELIZ NAVIDAD! 

#cuentosdeNavidad

«Unos churros con sorpresa»

Para una tarde como hoy, vienen bien unos churros. La sorpresa…

Llego a casa para verlo. Hoy vengo para hacerlo sonreír. Es algo más tarde de lo normal, por lo que no me extraña que no abra la puerta. Normalmente compartimos un café, en lo que Juana, la señora que lo cuida por la mañana, termina de recoger y se marcha; pero hoy se me ha hecho tarde. No pasa nada estará durmiendo. Si hay algo que en todos estos años hemos aprendido es a respetar que, para él, como lo era para ella, la siesta después de comer es imperdonable. 

Entro sigiloso. Miro hacia el salón y puedo verlo en su posición natural, despatarrado en el sillón. Mantiene la cabeza ladeada, apoyada en el orejero, su cara seria, quizás más de lo habitual. Una manta le cubre los pies para que no coja frío. Me gusta verlo así, relajado, sobre todo pensando el día que es hoy.

Vengo dispuesto a celebrarlo. Ella siempre lo hacía y, como sé que esta mañana se lo nombró a Juana, he decidido hacer algo parecido a lo que ella le preparaba. Una merienda con churros.

Sí, sé que no sabes qué estoy contando, pero esta pareja se conoció precisamente así, en una merienda con churros, hace más de cincuenta años. Ella, cada aniversario, se los preparaba, era su manera de recordar y festejar tantos años de compañía, precariedades…, felicidad. Pero ella ya no está. No quiero que pase este día sin sus recuerdos, su celebración y, por supuesto, sus churros. 

Lo tengo todo preparado. En cuanto vea la bandeja de churros echará una gran sonrisa. Aún duerme así que, cuidadoso para no sobresaltarlo, me acerco. Tiene la cabeza cambiada de posición y en la cara ahora le luce un brillo especial, distinto al habitual, no parece el refunfuñón en el que se había convertido en los últimos meses, desde que ella… 

Le toco suavemente el hombro. Veo que entre sus manos hay una foto de ella. Lo llamo. No contesta. Ahora entiendo su sonrisa. 

El sorprendido soy yo. Ahora se que ellos vuelven a estar juntos, igual que al principio, con una ronda de churros. 

Gracias por leerme. 

«En una de esas encerronas»

No es normal en mi, pero en esta ocasión decidí que podía llegar tarde a la reunión. La semana fue dura y, sinceramente, aunque tampoco es normal en mi, no me apetece nada acudir a esta fiesta. 

La anfitriona me recibe con los brazos abiertos. Siempre lo hace. Nos conocemos desde hace mucho tiempo y siempre hemos tenido una relación…, digamos muy cercana.

Al parecer su marido no está hoy. Está de viaje de trabajo y, aunque en un primer momento habían pensado suspender la velada de hoy, él insistió en que no había necesidad de hacerlo. Nos haría una videollamada en cuanto tuviera un hueco y así podríamos brindar, meternos con él llamándolo cornudo, pringado…, y toda esas cosas que se le dice a un amigo mientas uno se bebe su ginebra, se sienta en su sofá, se ríe de sus tonterías…, abraza a su mujer…

Por lo que veo ya estamos todos. Conozco a la mayoría salvo a una pareja —son los primeros en saludarme— y a dos compañeras de trabajo de mi amiga. Ella me las presenta. «Son tu tipo» —me dice al oido, como si yo tuviera un tipo de mujer definido—. Mientras esto ocurre, siento cómo su mano se desliza por mi espalda hasta darme un suave, pero seguro, pellizco en mi nalga derecha.  No es la primera vez que lo hace. De hecho… Ellas sonríen. «Así que tú eres el famoso amigo» dice la más pechugona, mientras me planta dos besos. «Ya teníamos ganas de conocerte», dice la otra acercándose a mi boca peligrosamente, para, en el último momento, «hacerme una cobra» y besarme en la mejilla, asegurándose que sus carnosos labios se posan en mi piel. 

No puedo negarlo, estoy muy sorprendido. Miro a mi amiga. Ella hace una mueca muy sexi con su boca y se marcha. Creo que acabo de caer en una gran encerrona.

Mi teoría se ve confirmada en cuanto nos sentamos en la mesa. La cena es tipo bufé, servida sobre una mesa auxiliar, mientras que, en la del comedor, ya están distribuidos, con un pequeño cartel, enlazado en la servilleta, el asiento de cada cual.

Como no, toca sentarme en el centro de las dos. Mi amiga, siempre atenta, a elegido su sitio justo enfrente de mi. «No pienso dejar que estas dos víboras abusen de ti, cariño», manifiesta mientas se sienta, asegurándose que muestra generosamente el escote de su traje. Ellas ríen. Ella estira su pie descalzo y con cara de deseo me acaricia la pernera del pantalón. 

Sin duda estoy en una encerrona y no se cómo escapar de esta. Perdón, ahora que lo pienso, no sé si quiero escapar de esta. La próxima vez tendré que hacerle más caso a mi sexto —y no a mi sexo— sentido.

Gracias por leerme.