«¿Arrepentido de verdad, o solo a medias?»

En noches como la de hoy, si es que se le puede considerar así, no es fácil mirar por la ventana.

Ellos están ahí dentro, hablando, riendo, calentando la cena…, mientras yo me quedo fuera de sus mundos, observando, gracias a los grandes ventanales que ella quiso colocar en la casa.

Comienza el frío. Mis huesos empiezan a notarlo, imagino que por la edad, o porque en realidad no son horas de estar aquí fuera recibiendo todo el sereno de la noche.

Llevo rato parado, mirándolos sin ser visto, oculto tras el árbol del jardín. La falta de luz oculta mi cuerpo –por lo que veo una de las lámparas que ilumina esta zona está fundida. Me dan ganas de intentar arreglarla, pero esa labor no me corresponde, además no sé hacerlo–,  y la ignominia a la que parece que estoy destinado, ayuda a mi invisibilidad. 

Tengo que superar este momento. No puedo seguir así –sobre todo porque tengo que miccionar. Ya sabes, tanto frío…

Tras un pequeño momento de meditación personal, en el que, además de vaciar la vejiga, me relajo al rozar mi cuerpo contra la corteza del árbol, entiendo que no voy a llegar a ningún sitio y algo tengo que hacer para que me perdonen y así poder volver al calorcito interior de la casa. 

Una vez separada el agua del aceite puedo comprender que su enfado tiene razón de ser. Que lo hice mal y que, en verdad, mi comportamiento no fue del todo apropiado.

Como buen animal de compañía bajo las orejas, meto la cola entre las piernas y me acerco a la puerta de corredera de la cocina. 
Basta un pequeño ladrido para que entiendan que tengo frío, que estoy pidiendo perdón. Me dejan entrar, además me acarician las orejas. Mi cola se mueve ágilmente de lado a lado sin poder pararla. Recibo alguna palabra amable.

Parece que no se han enfadado mucho por haber destrozado esa zapatilla. ¡Qué suerte tengo! Desde aquí ya puedo ver la otra. Quizás más tarde…

Gracias por leerme. 

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