
A Alberto siempre le atrajeron los faros. Hace un par de años se compró un libro, un pequeño atlas ilustrado, que explica la geolocalización e historia de algunos de los faros más emblemáticos del mundo. En ese momento supo que no le importaría pasar una temporada trabajando en uno de ellos. Evidentemente no podía ser en aquellos faros expuestos en el libro, tan lejos y peligrosos, así que “se conformó” con hacerlo en el faro de Isla Corazón, cuya plaza había quedado vacante.
Ese es un faro pequeño, levantado en la cara norte de un islote con esa más que evidente forma, que a su vez está situada en la parte más saliente de unos peligrosos arrecifes.
La pequeña isla, a sotavento, tiene un pequeño atracadero, hecho de piedra, bien protegido de los azotes del mar y el fuerte viento reinante, en el interior de una pequeña y cerrada cala rodeada de altos acantilados. Un estrecho y empinado sendero une esos dos únicos puntos de relevancia de Isla Corazón.
Una vez en semana, una pequeña falúa se acerca, si el mar lo permite, para llevar provisiones a Alberto. Ese momento, y su más que fallida conexión a internet, son los contactos que el farero tiene con el mundo exterior.
El día a día pasa rápido. Las labores de mantenimiento, del hogar, la hora de gimnasia diaria, la lectura, y el ratito que se conecta a Instagram para contestar a sus seguidores, hacen que el tiempo pase ágil. En soledad, pero ágil. Aún así Alberto reconoce que es muy duro estar solo, pero su necesidad de vivir una aventura le pudo.
En tierra firme mantiene una historia real. Uno de esos corazones, con los que marcan sus fotos, corresponde a la persona que quiere que él regrese, que se mantenga a su lado, que deje esa vida. Él también lo está deseando. Esperan el día en el que ambos estén preparados y sabe que, el día menos pensado, esa falúa de suministros llevará un corazón rojo en proa, indicando que ya es el momento de dejarlo todo por ella
Gracias por leerme.