
Esta historia ocurrió hace varios meses, puede que incluso ya haya pasado algo más de dos años –sabes que desde que comenzó esta pandemia sufrimos de un borrón en el tiempo, al menos a mi me pasa, por el que nos cuesta colocar las cosas en su sitio y calcular los momentos con exactitud–, justo cuando se levantó el confinamiento y podíamos recobrar nuestras vidas, o parte de ellas.
Aquel día fui al peluquero. Hasta ese momento me parecía un buen profesional, simpático, dicharachero, cortés, que hacía bien su trabajo a la vez que daba un rato de conversación y una buena atención a sus clientes. Supongo que los momentos de cautiverio impuesto nos afectaron a todos.
Cuando llegué había un señor cortándose el pelo y otros dos esperando. No me agobié, saludé, pedí mi turno y me senté en los bancos que tiene puestos en la terraza a leer, en lo que me tocaba. Con un ojo en las páginas del libro y otro en lo que ocurría a mi alrededor, pasé el rato.
El barbero terminó en seguida con el hombre que estaba atendiendo. Le cobró y salió a la terraza. Le pidió a los dos hombres que esperaban –a mi no me dijo nada porque yo estaba a mi rollo, o eso creía él– permiso para echarse un cigarro. Eso me extrañó. Tanto tiempo cerrado, clientes en cola a la puerta del negocio…
Pasó el primero de los caballeros. Ojo avizor pude observar cómo, el barbero, no había desinfectado o al menos limpiado un poco el asiento, los útiles de trabajo… Tampoco sus manos. «Un despiste», pensé en seguida. El cigarro lo relajó y no se dio cuenta. El cliente tampoco le dijo nada, se sentó y dejó hacer.
Nada más terminar con el señor pasó al otro. Esta vez levanté la vista –y las orejas como buen coyote– para observar con claridad qué hacía. Lo mismo. Ni desinfectó, ni se lavó las manos…, nada. Esto ya no puede ser un despiste y el genio de la lámpara que llevo dentro, se revolvió. ¿Te soy sincero? Me dio asco. Cerré el libro y puse toda mi atención en el profesional.
Nada más terminar con el corte del tercer hombre, aplicarle gel con sus manos en el pelo, cobrarle, rascarse los…, salió de nuevo a la terraza. Ni que decir tiene que no se lavó, secó, desinfectó…, o lo que sea, las manos.
Yo era el único cliente que le quedaba.
–Me voy a echar un cigarrito y ahora te atiendo –comentó de la manera más natural posible, mientras se rascaba el interior de una de las fosas nasales con un dedo, mientras que con la otra mano sacaba el mechero para encender el pitillo que ya columpiaba en los labios.
Creo que pasé del blanco pálido al verde intenso en un santiamén.
–Por mi no se preocupe –le dije mientras me levantaba–, tranquilo, puede usted seguir haciendo lo que le plazca, que después de tanto tiempo sin trabajar entiendo que sus preferencias hayan cambiado.
Dicho aquello me marché. Él dijo algo, pero no me volví para escucharlo.
Gracias por leerme.
P.D. Hoy en día voy a otro barbero. De allí vengo. Sus manos olían a tabaco, por eso me acordé de esta anécdota. Se lo dije, me pidió disculpas y se las lavó. Así sí.
Y que pasa cuando ese barbero implica un compromiso no escrito, porque es hermano de tu amigo o amigo de tu hermano … ahí te quería yo ver… sutilmente habría que hacerle llegar la noticia digo yo 😉
Jajaja ¡¡¡ENGA!!!
Ese barbero familiar hace ya mucho que se jubiló, no le llegó la pandemia, casi que ni el cambio de siglo… no éramos tan mirados.
Hoy voy a le coiffeur (peluquero en francés), donde esas formas o costumbres le pueden costar la rue al infractor.