
Si es del campo tiene un sabor exquisito
Dar clase en una escuela unitaria tiene sus ventajas y sus inconvenientes. Con el tiempo las cosas positivas pesan más en nuestra memoria y se reviven con alegría los pequeños acontecimientos del día a día.
Hace unos días me tropecé con uno de esos recuerdos. En mi aula estaba Miguel (nombre ficticio). Tenía 14 años y, de manera excepcional, estaba matriculado en sexto curso de Educación Primaria. Cuento esto para que te hagas una composición de cómo era. A esas edad, Miguel debería estar cursando 2.º de la ESO (Enseñanza Secundaria Obligatoria), pero tenía un desfase tan grande que, aún sin ser diagnosticado como alumno de Educación Especial, no habría logrado ni leer ni escribir con soltura. Y no es que tuviera un retraso, o fuera, con perdón, más bobo que los demás, es que su entorno no era facilitador de estos aprendizajes.
La primera vez que lo vi supe con lo que iba a lidiar.
Era 1 de septiembre y yo me incorporaba a mi nueva escuela. Aparqué mi coche en la puerta del aula y de entre los brezos de mi derecha, puro monte, oí unos fuertes gruñidos, como los que emiten los osos en el Pirineo. Un jóven, sucio, descuidado, con camiseta raída y con más pelo que el que sería su docente, salió como animal enfurecido para averiguar quién era yo, y qué hacía allí.
—Soy el nuevo maestro —contesté bastante intimidado.
—Pos yo soy eh Miguel ¡eh! —dijo dedo índice en alto— ¿Cuándo pega la escuela?
Me costó entender la frase. Él quería saber qué día empezábamos las clases. Tras indicarle desapareció de la misma manera, sin previo aviso, chillando como un poseso, para volver a refugiarse en el monte, como animal en celo.
Lo volví a ver el mismo día de comienzo de clase. Su madre lo traía a empujones por la calle. Llevaba ropa limpia y medio bote de gomina en la cabeza. El olor a Nenuco llegó antes que él. El resto de los niños rieron al verlo.
—Ya verá maestro —dijo una de ellas—, es más bruto que un arado y no sabe nada de nada.
La madre se presentó. El chico cabizbajo y totalmente dócil, no como la primera vez que nos encontramos, me tendió una bolsa plástica de supermercado, que en algún momento tuvo que haber sido de color blanco.
—Tome maestro. Pá usté. E oriégano.
Mi cara tuvo que ser bastante clara ya que en seguida el muchacho aclaró.
—Lo cojo ar lado de mi casa. ¡E naturá! Se cría solo con lluvia y meado de la perra.
Mi cara seguro que fué un poema. La madre cortó, con un cogotazo al chico, toda opción de réplica, obligándolo a entrar en el aula.
—No le haga caso maestro, ¡Es más bruto que un arado! ¡Este chico no sirve ni pa coger pinocha! Pá mi que es medio bobo…
Miguel terminó el curso con más pena que gloria. Fueron más los días que faltó a clase que los que acudió. Excusas para todos los gustos: recoger las papas, ir de cacería, recoger pinocha, ayudar en una obra… Ni que decir tiene que no tuve posibilidad de enseñarle a leer. No sé qué será de él. Solo espero que, tras este tiempo, siga criando productos ecológicos.
Seguro que tienes una historia parecida. O mejor. ¿Nos la cuentas? Si lo haces yo me animaré y me lanzaré con alguna otra.
Gracias por leerme.
Después de tantos años o cursos, las historietas son interminables.
Habría para contar muchas, pero una de las que más me impactó fue la de mi amigo Torres.
Torres, hoy un hombre, era un crío que, en aquellos tiempos de E.G.B., tripitía 6º, su única afición era la de la eterna pelea y el fútbol.
Recuerdo que poco antes de terminar el curso me contó que se iría a trabajar, que ya no quería estudiar más.
Al tiempo me lo encontré en uno de estos pueblos y le pregunté por cómo le iba, me contó que ganaba un dineral, casi el doble de lo que ganábamos nosotros.
Años más tarde, en un campo de fútbol me contó aquello de «¡te tenía que haber hecho caso y seguir estudiando!». Ya en esos momentos era padre de familia, en el paro y viviendo de la ayuda que su familia le podía prestar. Y como solemos decir los del gremio… ¡y no era malo en los estudios!