«Un llanto de dolor»

El llanto es una vía de escape
El llanto es una vía de escape

El fuerte sonido de un llanto aterrador me provoca un escalofriante sobresalto. Un niño llora desconsolada y sonoramente. Dejo lo que estoy haciendo y salgo, todo lo rápido que puedo, del despacho a la caza del origen del mismo. 

Un maestro y una maestra acompañan a uno de los alumnos —8 o 9 años—. Imagino que algo grave pasó. Están en la puerta del cuarto de baño. No tienen forma de calmarlo. Le hablan, le piden calma, que respire, que les mire a los ojos… No hay manera. Intentan averiguar qué ha pasado. Les pregunto. Ninguno de los dos sabe, pero las lágrimas brotan de sus ojos a borbotones.

Busco sangre —suele ser la primera opción de tal lastimera situación—, no veo; quizás alguna trilladura de un dedo en una puerta —también posible, aunque menos probable—. Nada, sus manos están intactas. Él sigue llorando.

Los maestros que le atienden insisten, le preguntan qué pasa. Como respuesta un grito de dolor.

Veo cómo abren el grifo del agua. Lavarles la cara ayuda a intentar recuperar la calma. Nada. él sigue llorando. Se percata de mi presencia y me mira. Vuelve a lanzar un desgarro. Aparentemente está bien. No veo que se toque en ningún lado, no parece que se haya dado un golpe o que se hubiera caído, o doblado una pierna, o…

—¡Bueno!, ¡ya está bien! —alzo la voz— ¡Respira! ¡Deja de llorar! —ordeno.

El hace un gran esfuerzo. Aspira sus mocos. Respira profundamente. Parece que vuelve en sí y empieza a recuperar la calma.

—¿Podemos saber qué te pasa? —le pregunto mientras me agacho para estar a su altura y mirarlo.

Entre sollozos, se lleva las manos al pecho, con una voz muy suave y dolorida, me contesta:

—Es que tengo una especie de flechazo acá —indica con claridad su corazón—. M. me dejó y no puedo olvidarla.

Las cosas del amor no correspondido. ¡FELIZ SAN VALENTÍN!

Gracias por leerme.

«El lagarto de don Evaristo»

A veces es fácil reconocer a un maestro.
A veces es fácil reconocer a un maestro

Don Evaristo me lanzó el borrador a la cabeza. Gracias a mis reflejos puede esquivarlo. Sin duda consiguió lo que quería, captar mi atención.

Sentado en mi pupitre de madera, de aquellos que se levanta la tapa para guardar el material, aprovecho la más mínima oportunidad para abstraerme y contemplar el movimiento de las ramas del jardín, el revoloteo de las moscas…, el balanceo de la falda de Ana al pasar por el pasillo… Don Evaristo se dio cuenta de ello. Me había pillado.

—¡Sal a la pizarra!

No había opción. Aquella orden no es discutible. Las cabezas de los otros cuarenta y cinco compañeros de clase, giraron a la vez hacía mi. Sabíamos lo que venía a continuación. No nos defraudó. Don Evaristo tiene unos duros nudillos que, al impactar contra el craneo, garantizan un chichón latente durante varias días.

En el fondo todos sabemos que don Evaristo es así y lo que hace, es por nuestro bien, o eso nos repite hasta la saciedad.

De pie junto al encerado, y sobando mi cabeza para intentar apaciguar la quemazón, don Evaristo vuelve a sorprendernos. Pretende que nos pongamos en fila y que yo vaya delante, guiando la marcha, para que así no tenga más tentaciones que las que nos ofrecen los peldaños de la escalera.

Salimos al descampado que está detrás del colegio. Una vez allí nos hace formar en circulo y, aparentemente al azar, enumerándonos del 1 al 15, nos hace formar grupos de tres.

De la gran bolsa de plástico que porta saca el material que necesitaremos: Medio tomate maduro, un pedazo de tela y una bolsa de plástico, para cada grupo. Nuestro objetivo es cazar un lagarto, “¡vivo!, y sin que sufra”, ordena con su potente voz.

En menos de treinta minutos, todos los equipos habíamos cumplido el objetivo.

La vuelta a clase la hacemos entre cánticos, risas, preguntas sobre qué haremos con el animal… La intriga, la ilusión, la magia se contagia y se palpa entre todos nosotros. No hay respuestas, más que un “Ya lo verán. Mantengan la calma

Vamos directos al laboratorio. Las mesas alargadas están preparadas con todo lo necesario: tablilla, alfileres, cloroformo, bisturí, pinzas y el microscopio. Toca clase de biología.

El latir del corazón, el análisis de la piel al ojo del aparato, los distintos órganos…

Las bocas abiertas. Los ojos se nos salen de las órbitas. La saliva pende de las comisuras de los labios. Este hombre, este maestro, es capaz de poseer las almas de todos nosotros solo con levantar la mano, o los nudillos.

Aquella clase me hizo descubrir que no quería ser cirujano, ni biólogo…, pero sí la recuerdo como la historia de un hombre que daba lo que fuera para que sus alumnos descubriéramos y experimentáramos, por nosotros mismos, los contenidos de un libro que no nos decía nada, pero que con aquella experiencia aprendimos a entender.

Quizás don Evaristo, con esas actividades, aportó su granito de arena y, ahora yo, también soy maestro.

Gracias por leerme.

PD. El lagarto de mi grupo despertó en la siguiente hora. A doña María Luisa (profe de lengua) no le hizo ninguna gracia. A nosotros mucha. Recibió cristiana sepultura en el jardín del cole durante el recreo el comedor. DEP.