
Hay días distintos a otros. Desde que consiguió aquellos zuecos rojos, tan mágicos —todo sea dicho de paso— Raimundo es el hombre más feliz del mundo —válgame la redundancia o la rima— y para él hay jornadas que son irrepetibles. Hoy es una de ellas, si no fuera por un pequeño detalle.
Tras el ritual del desayuno, en el que nunca falta la avena, el zumo de limón, una rama de espinacas y una cucharadita de espirulina —por aquello de darle al cuerpo un poco de alegría Macarena—, Raimundo decidió que, para tener suerte, nada mejor que cambiar su ropa interior.
Aún siendo jueves —y aviso que no le tocaba hacer muda—, consideró que era un buen momento para dejar de lado su calzoncillo blanco «Boxer clásico», con suspensorio, que tan cómodo le parece y tan bien le sienta, para cambiarlo por el otro que tiene en el cajón, ¡el tanga!, ¡el de los sábados sabadetes! Al fin y al cabo, hoy, ya pasado el cuarenta de mayo, puede pasar cualquier cosa y cuando el cuerpo pide marcha, hay que estar bien pertrechado por si…
Fue a trabajar, como era habitual, en moto. Sabía que la gente lo miraba un poco raro por aquellos zuecos rojos mágicos —Frank Cuesta ira un ejemplo a seguir y si a Cenicienta le valió un zapato de cristal…, a él bien le servían aquellos—, pero ya estaba en un momento de su vida —y de bajada— que todo le daba un poco igual.
«¡Que se mueran los feos, que aquí estoy yo!» decía al que le miraba con extrañeza y envidia.
El destino hizo que, mientras esperaba a que cambiara el semáforo, una rubia imponente —de esas que portan dos balones de silicona en el pecho— cruzará su mirada y realizara lo que a él le pareció una insinuadora mordida de labio inferior —sabía que aquellos zuecos mágicos con el apoyo de su tanga de leopardo funcionaban—. Los nervios hicieron el resto.
Su moto se cayó al suelo derramando gasolina. Al agacharse para asir el manillar, las judías de la cena anterior, hicieron su efecto químico, justo en el preciso instante en que un señor situado demasiado cerca encendía su mechero.
El metano, en cantidad tan importante como aquella, es considerada arma bacteriológica por lo que saltaron todas las alarmas y una fuerte llamarada prendió fuego a la mota y a «las domingas siliconadas» de la susodicha.
Raimundo, caballero como el que más, se abalanzó sobre ella para intentar apagar el incendió, con tan mala suerte que su ropa —comprada en una tienda de segunda mano e impregnada en aromas de barbacoas y restaurantes sin ventilación— prendió de inmediato.
El estropicio continuó en la gasolinera de la esquina, a la que llegó el efecto de la combustión.
Todo el mundo gritaba. La gente corría, pero Raimundo siempre había escuchado que, en situación de emergencia, mantener la calma es una de las mejores acciones que se pueden hacer ante tal situación de crisis.
Salió caminando, como un caballero —tal y como lo vemos—, admirando su templanza y lamentando que, el pequeño detalle de que suponía el color de las rayas de sus blancos calcetines no pegaran con el color de sus ojos.
«En el fondo, pocos somos tan perfectos.»
Gracias por leerme.